viernes, 9 de diciembre de 2011

¡Un sinvivir!



Con inexplicable virulencia he vuelto a caer en una adicción antigua. Aún no mato bajo el síndrome de abstinencia, aunque robo con premeditación y alevosía. Robo tiempo y energía, aunque no sólo. Desde hace unas semanas lleno mi baúl con tesoros ajenos: una sopa de calabaza del Lu´um, unos rollitos viétnamitas del Mao,  la azulada piel de un negro en la estación de Garellano, el café con espuma del Monterey, las triples escaleras automáticas del metro en Abando (Bilbao), los autobuses rojos, los escaparates del Corte Inglés que ni en Navidad muestran motivos religiosos sino de consumo,  las muecas de los transeúntes, el aburrimiento de los taxistas, la amabilidad madrileña de algunos camareros, el buen surtido de la Casa del Libro, el lujo del salón del Hotel Carlton, los muchos metros de alfombra roja artesana e inconexa del teatro Arriaga. 

Robo detalles que acumulo con lascivia cuan vagabundo sepultado en trastos con la ilusión de que puedan alimentar mi adicción convulsa a la escritura que practico con más intensidad si cabe desde que acudo algunos martes al taller de Luisa Etxenike, la escritora, en verdad la gran destripadora de textos clásicos y modernos.

El esqueleto de mis horas se consume en cinco verbos: dormir, trabajar, comer, leer y escribir. A ello me entrego en cuerpo y alma dedicando 8 horas a dormir, otras tantas a trabajar, entorno a 2 horas a comer, 1 a leer y otra a escribir; así de lunes a domingo, en una semana sin fin semejante a la rueda de una noria en la que el hámster somos mi sombra y yo. Desconozco por dónde se fugan las horas que faltan hasta 24 si bien intuyo que será en desplazamientos, duchas, cafetines y escaparates.

En medio  de este trasiego me alcanza cierta dosis de ansiedad que mato con las yemas de los dedos golpeando el teclado de alguno de los ordenadores que fielmente me acompaña. Si alguien osa hablarme de la gestión del tiempo, del establecimiento de prioridades o de poner límites, con facilidad puedo morderle el globo ocular. Así de virulenta es mi adicción a la escritura: no atiende a razones y me devora como a otros los piojos.

Robo tiempo, energía, gestos y detalles para calmar una obsesión tan antigua que no recuerdo haber vivido sin ella:  me acompañó en los años del periodismo y sigue conmigo ahora que centro mis esfuerzos en entrenar. Sobre la mesa del despacho de Bilbao tengo esparcidos una decena de libros que repaso para orientar mi creatividad. En la página 216 de La práctica del relato, de Ángel Zapata, dice: "... la escritura es un uso estético de la facultad de imaginar, algo que está presente en todas las personas...". Conecto esta idea con el diseño de objetivos que consiste en imaginar la mejor de las realidades antes de trazar un plan de acción. Descubro con júbilo que llevo una vida entera "elaborando" historias propias y ajenas en busca de un sentido, un sentido último al estilo de Viktor Frankl.

Mucho más tranquila me despido. Dedico este post a los fieles y numerosos lectores de Mountain View (USA). 

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