jueves, 12 de julio de 2012

El algoritmo de la vida

Cuando no trabajo, mi ropa vieja y yo flotamos al viento de la bahía. Es algo que me hace feliz. Hoy, mientras escribo, visto en clave vintage porque me he tomado una tarde libre en mitad de la semana para dormir, andar en bicicleta y leer frente al mar, en la terraza de La Perla http://www.la-perla.net/  y aunque la camarera sirve tan solo un cortado, somos dos: Richard Ford -con su autobiografía literaria Flores en las grietas- y yo, ambos de espaldas a la intensidad del tráfico, las abuelas con nietos primogénitos, las cuadrillas de quinceañeras que se hacen fotos, y los franceses. En verano, San Sebastián es una colonia afrancesada que inunda restaurantes y tiendas  de la pequeña ciudad y su entorno. En este contexto placentero algunas de mis neuronas hacen sinapsis -saltos de trapecista sin red en la materia gris de mi cerebro- y fusionan dos experiencias consecutivas de la semana que aun siendo opuestas se alcanzan -puesto que ocurren- en el límite de lo verosímil.    

Un científico con el que trabajo y su equipo construyen un algoritmo que permita evidenciar el valor de los productos y servicios que ofrece su multinacional a empresas radicadas en los Emiratos Árabes donde acaban de cerrar un contrato que supera los dos millones de euros. Puesto que además de trabajar para la firma que financia nuestros entrenamientos da clases en la universidad, con frecuencia añade un toque pedagógico a nuestras conversaciones. Mi última conexión con los algoritmos se remonta a los años setenta y puesto que no sabría clarificar la exacta diferencia entre una fórmula y un algoritmo, busco la definición en Google... En general, no existe ningún consenso definitivo en cuanto a la definición formal de algoritmo. Muchos autores los señalan como listas de instrucciones para resolver un problema abstracto, es decir, que un número finito de pasos convierten los datos de un problema (entrada) en una solución (salida).1 2 3 4 5 6 Sin embargo cabe notar que algunos algoritmos no necesariamente tienen que terminar o resolver un problema en particular. A lo largo de la historia varios autores... 

Cuarenta y ocho horas después de que el científico y yo acordásemos un cierto plan de contención (y criterios) para el algoritmo de valor sigo dando vueltas al concepto, mientras una emoción de rebeldía se abre paso en el variopinto caos de la jornada. Entiendo que los investigadores profundicen hasta dar con el ADN del infinito, pero reducirlo todo (o casi) a una fórmula... ¡Cielo santo, qué peligro, qué tristeza! ¿Cuál es el algoritmo del pétalo de una flor? ¿Qué variables permitirían calcular el valor de la amistad, el amor o la lealtad?

En el otro extremo del péndulo experiencial de la semana unos consultores presentaron en Adegi un foro de reflexión sobre los equipos de innovación y transformación. Doy por supuesta la bondad intencional que -como el valor a los soldados- se presupone. Sin embargo, se fueron a la polaridad opuesta del científico al limitarse a presentar enfoques, teorías e investigaciones hace muuucho tiempo conocidas-aplicadas en el País Vasco: los roles Belbin, y las conclusiones de Sabino Ayestarán entorno a los equipos de mejora versus equipos de innovación. No pude evitar oír en el tímpano de mi memoria la frase del propio sabio: ¡no es necesario estar todo el día descubriendo el Mediterráneo! 

Viejos conceptos con nuevas presentaciones: al menos el packaging de la idea del foro fue curioso.
En fin, unos tanto y otros tan poco ¡mundo de extremos!

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