jueves, 9 de mayo de 2013

Una sola cosa


Hay días en los que tengo un post en la cabeza que atormenta por salir al exterior a través de las yemas de mis dedos. Sucede en contextos de hiper-actividad y empacho de inputs que estimulan mis neuronas y desempolvan conceptos antiguos que -en fértil mezcolanza con los nuevos- germinan y alcanzan conclusiones que deseo escribir por si resultan de alguna utilidad. 

La mayoría de esas ocasiones se producen cuando dispongo de tiempo cero para asomarme al blog y abrir una ventana de contenido, así que la burbuja se evapora en el jabón etéreo de la nada. Yo me consuelo pensando que volveré a atrapar su fuerza y contenido cuando el crono resulte propicio... pero no: la esquiva inspiración vuela a un lugar donde le hagan caso porque también ella tiene su ego y dignidad.

Hoy estoy de viaje y tengo tiempo. De hecho, he pasado dos horas en el jardín japonés de Toulouse (Francia) donde he admirado la obra de Dios y de los hombres: árboles, setos, flores, pájaros, gatos, peces, agua, piedra, madera, esculturas, puentes...  Me he sentido feliz ¡como una lombriz! 


Ya en casa he tratado de conectar con las ideas que hace cuarenta y ocho horas pujaban en mi mente por salir al exterior: sólo he hallado esquirlas del contenido que reagrupo ahora con más dulzura que certeza en conseguir un resultado convincente.

Tengo tendencia natural a la austeridad así que puedo vivir con escasas pertenencias y me adapto bien a las "pérdidas y ganancias" de la vida. Sé que puedo prescindir de vacaciones en Cancún, de bolsos Loewe, de diamantes, inmuebles en la Toscana, cuentas secretas en Singapur, amantes mulatos y coches deportivos. Hay, sin embargo, algo que me resulta más necesario que el aire: no puedo vivir sin esperanza entendida en un sentido pleno, ateo y divinamente humano. Reconoceré que a veces se me tambalea un poco. Entonces cojo el coche, conduzco trescientos cincuenta kilómetros y duermo en el futón que mi hija acomoda para mí en el suelo del salón de su casa francesa. Al día siguiente hablamos mientras cocina, visitamos el jardín japonés, escucho sus muchas horas de prácticas violinísticas antes de un concierto importante, como eco-bio-obsesivamente sano y regreso como nueva a mi ciudad donde distribuyo con mesura las semillas de esperanza entre las personas con las que trabajo.



El saquito de esperanza dura... unas seis semanas. Durante ese tiempo compenso el desgaste con prácticas y lecturas inspiradoras. La última me ha llevado a Boston, un lugar en el que se mima a los científicos y a los jóvenes de vaqueros raídos, viejas mochilas, y desaliño indumentario. Muchos de los alumnos del Massachusetts Institute of Technology son asiáticos, algunos practican el zen, y varios han conocido a Taisen Deshimaru (cuya estatua he visto esta mañana en el jardín japonés). Otros son europeos, americanos o australianos. Hay, sin embargo, algo que comparten y les iguala: una impecable y robusta esperanza en el ansiado porvenir. 

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