Un director general al que entreno ha cruzado una frontera. Y -aunque creemos que las transiciones son de ida y vuelta- me temo que no pueda regresar al "país de la inocencia" al que pertenecemos los humanos hasta que algo nos obliga a cuestionar si es posible vivir confiadamente como los petirrojos en el acebo que hay frente al salón de casa donde escribo.
Se trata de un ingeniero del sector industrial (de 39 años) que lleva cuatro meses en el puesto tras haber realizado una exitosa y meteórica carrera. Digamos que tengo el honor de acompañar un tramo de su aventura existencial y que el conjunto de habilidades, competencias, valores, conocimientos y experiencia que posee son un auténtico lujo para cualquier entrenador senior que ame las personas, los proyectos y esté dispuesto a comprometerse con los resultados. El directivo y yo trabajamos en los desafíos que presenta su carrera y avanzamos esforzada, persistente y exitosamente y, de vez en cuando, cruzamos una frontera.
Sabido es que los cambios pueden ser adaptativos e intencionales. Cuando se trata de un cambio intencional elegimos cuándo, cómo, por qué y para qué cambiar asegurando mayor porcentaje de éxito. Por el contrario, cuando se produce algo inesperado nos encontramos ante un cambio no elegido, buscado ni planificado y ¡claro! nos desconcierta. Si el acontecimiento es fuerte puede hacer tambalear nuestro "sistema de creencias" al punto de sumergirnos en un estado mental-emocional-espiritual cercano al sock y... ¡así es como llegó al despacho el joven directivo!
Crecer conlleva cruzar fronteras y
¡pérdida de inocencia!
Durante más de media hora escuché cuanto compartió porque su necesidad de desahogo era mayor que la de respirar. Le presté toda mi atención. Calibré su estado emocional y su respiración entrecortada, la pérdida de entusiasmo que le caracteriza, la ausencia de esperanza y -en general- un estado de zozobra que me alcanzó de pleno cuando tras relatar la muerte de un trabajador de su fábrica (en accidente laboral) alzó la voz para lanzar casi un grito, un llanto: ¡No es justo, Azucena! ¡No es justo para él, su familia...! ¡No es justo!
En silencio conté hasta treinta -como es prescriptivo en nuestro oficio-; le miré con respeto, comprensión, empatía, acogimiento y volví a contar otros treinta segundos tras los cuales terminó la frase: no es justo que yo pueda terminar en la cárcel por la imprudencia de una persona que se salta todas las alarmas de seguridad, protocolos y cualquier atisbo de sensatez. ¡No es justo! Después analizamos detalladamente la situación desde diversos ángulos (humano, laboral, empresarial, legal...). Le hice preguntas, recapitulamos, conseguí que aflojase la tensión y seguimos profundizando en el asunto explorando las opciones que tiene para gestionar un tema delicado que le tiene al borde del sock y volvió a repetir ¡No es justo! ante lo que yo le pregunté si la vida -en general- le parecía justa... Estuvo en silencio mucho más de los treinta segundos de rigor. Su mente procesó rápido. Su dolor estaba presente sobre la mesa del despacho. Terminó por contestar: No, Azucena, la vida no es justa, pero nunca pensé que algo así podía ocurrirme a mí. Después siguió reflexionando sobre lo que merece y no merece la pena en los negocios, sobre su concepto del éxito y sobre la necesidad que sentía de revisar a fondo sus metas profesionales...
Cuando salió del despacho tuve consciencia de que el joven directivo había cruzado una frontera y me dolió que hubiera perdido algo de la inocencia y grandeza que empujaron su ascenso profesional de ingeniero de base a ingeniero jefe, responsable de producción, adjunto a la dirección general y -finalmente- a la cúspide de la empresa que -junto con otras fábricas- configura una poderosa corporación industrial. Le veré en dos semanas y espero reconocer al fondo de sus ojos la chispa esperanzada que ha alentado sus esfuerzos y orientado sus logros.