Me he
despertado a las siete descansada y me ha costado unos segundos recordar dónde estaba. El
silencio era total. Total. Hasta que un asno ha rebuznado con gracia ¡hay
muchos en el Parque Nacional de los Pirineos donde descanso durante unos días antes de abordar el otoño laboral!
Me hospedo en una casita llamada
La Maison de Béatrice -que recomiendo por su
decoración, precio, hidro-masaje, mimos y atenciones-. Además
Beatrice tiene dos caballos negros
bien cuidados (que monta siempre que el tiempo lo permite) y la casa está llena
de sillas de montar, espuelas y otros artilugios que me recuerdan la etapa en
la que nuestra familia tenía un caballo negro y noble llamado
Faraón.
Aún medio dormida me he recostado en los mullidos cojines que adornan la cama para descubrir -a través de la ventana- una niebla tan densa que si la tocase quedaría adherida a mi dedo como el merengue. Bajo la niebla, se veía el entorno...
Hemos compartido el desayuno con
dos belgas: croissants, pan de leña, mermelada casera de tres sabores -que hace la propia Béatrice- yogures de cabra, crèpes
calentitos, té y melón de la Galia que ya estaba troceado y adornado con
azúcar morena en unos cuencos que -como el resto de la casa- portaban un
corazón.
Tras el festín, un poco antes de
las ocho y media de la mañana, ha llegado el momento
mágico: la inmersión en las 45.000 hectáreas del bosque catalogado
desde el año 1967 como El Parque Nacional de los Pirineos. Hemos andado algunas
horas descubriendo que los folletos de la oficina de turismo de Árgeles-Gazost
no exageran: fauna y flora -en estado
salvaje- hasta saturar los sentidos por su belleza y un silencio casi
religioso (propio del entorno de Lourdes, centro mundial de peregrinación).
Más allá de las palabras sientes la pureza del aire y disfrutas de las construcciones de los siglos XI
y sucesivos que tanto fascinan a los americanos.
Estoy aquí porque mi hija
participa activamente en el
Festival de Música Antigua de Saint Savin, pueblo
en cuya Abadía tuvo lugar anoche el primero de una serie
de conciertos de música barroca con artistas norteamericanos (4), brasileños
(1), franceses (2) y españoles (1). El programa incluyó piezas de
Caldara,
Scarlatti, Zelenka y Bononcini, duró casi dos horas, recibió excelente acogida del público y hoy la crítica elogia una orquesta de cámara que ofrece un sonido bellísimo a partir del buen hacer
de músicos que se reúnen tan sólo una vez al año para este festival.
Escucharles es
como tomar media docena de melisas, un
valium, un orfidal, un sedative (u otras drogas) junto con el masaje de un fisioterapeuta competente en un balneario de
los que hay tantos por aquí.
Escucharles es conectarse a un mundo en el que los seres humanos esperaban semanas,
meses, años, para reagruparse entorno a una abadía y paladear el mejor
destilado de años de práctica y estudio musical de unos artistas que
acarician instrumentos delicados y centenarios gastados por la vida y por el uso. Para quien quiera escucharlo, el barroco y su
fertilidad creativa se muestran tan vivos en el siglo XXI, como en el XVII, una época en la que había tiempo para
el placer por el placer, la sensibilidad, los detalles, el
cortejo, el gusto y el matiz.
Dentro de unos días quizá no sea tan
receptiva a la brutal belleza de los bosques situados a casi 3.000 metros de
altitud, tal vez no me guste tanto la mermelada de Béatrice, acaso los
músicos me aburran con su exquisita extravagancia, el purísimo aire habrá regenerado la
totalidad de mis glóbulos rojos, me habré acostumbrado a que me llamen Madame,
habré colapsado de fotografías la tarjeta de mi cámara, y habrá dejado de darme
miedo la culebra (sí de verdad) que acaba de pasar bajo mis pies en el porche
de la casita.
Inspirándome en el duro trabajo de los músicos antes y durante el concierto, observándoles durante horas, espero extraer algunas conclusiones válidas para los equipos de empresa a los que entreno. Mañana robaré un poco de tiempo a la montaña para escribir la síntesis de lo que hace funcionar con excelencia un equipo (en este caso de músicos). De momento alcanzo una certeza: técnica y talento son
necesarios, pero no suficientes.
Ahora me voy a
Lourdes, a descubrir su castillo, la fortaleza, el jardín botánico y el funicular convirtiéndome en uno de los seis millones de turistas que visitan al año la ciudad de Bernardita Soubirous.