Tras doce horas de trabajo y doscientos kilómetros de viaje observo el movimiento reflejo de algunos dedos de mi mano derecha. Quienes me tratan con frecuencia saben que cuando se mueven de manera involuntaria siguen el desplazamiento de las ideas que en ese momento bullen en mi cabeza y pugnan por salir al exterior. A pesar de mi cansancio -cercano a la extenuación- cedo al deseo de los dedos índice y corazón, abordo el teclado y escribo con la obsesiva urgencia que se rasca un perro acribillado de pulgas.
Tomado con seriedad, mi bello oficio de luciérnaga en medio de la noche oscura de algunas almas conduce directamente a la locura.
Y aunque los dedos de la mano izquierda saben que si escribo esta idea más de un lector se mofará de mi desnudez; los de mi mano derecha se mantienen firmes en su sentir: allá ellos con sus burlas, a nosotros no podrán arrebatarnos la gloria del intento (Don Quijote a Sancho Panza).
El oficio de luciérnaga en medio de la noche oscura de algunas almas conduce directamente a la locura. Al bordearla, me aferro a lo prosaico: nadar en altamar, comer fruta, escribir y escuchar a Flaubert que esta madrugada al oído me susurra: "Mi corazón permanece intacto, pero mi sensibilidad está exasperada por un lado y embotada por el otro, como un viejo cuchillo afilado demasiadas veces que se rompe fácilmente".
Me alcanza la noche, escribo negro sobre negro y ustedes creen estar leyendo este texto inexistente. En el aire los dedos índice y corazón siguen trazando invisibles señas a improbables náufragos. Ya no puedo verlos, me duermo.