sábado, 25 de junio de 2011

Abandonar los sueños es morir

Con forzada humildad miro al suelo cautelosamente no sea que pise una hormiga, un guijarro, un gusano o una culebra mientras avanzo campo a través entre matojos, un día laboral cualquiera en el que me tomo la licencia poética de abandonar el despacho para ocuparme de las pequeñas cosas de la vida, en este caso pasar la ITV del viejo coche azul.

En el Crucero de Montija es fácil salir con los papeles arreglados para un año: los técnicos son amables, tranquilos y secos como el cielo de Castilla, hoy exento de nubes y de prisa. Recupero el aliento de esta tierra que representa todo el gozo de mis veranos infantiles. En los codones del río escucho entre murmullos la frialdad del agua, y siento cómo amorataba mis dedos y mis labios mientras aprendía a nadar. Entre estas cordilleras se han quedado jirones de mis sueños esparcidos por una tierra de brutal belleza, casi virgen en algunos recovecos camino de Nela, un pueblo con diez vecinos en invierno cuyas casas muestran en los tejados el paso del tiempo y los remiendos en sucesivas reparaciones de abuelos, padres, hijos y nietos que con la cesión de la propiedad ofrecen también el testigo de la huerta.

En junio la tierra ofrece su cosecha de cerezas y fresas, aparecen las primeras avellanas, despuntan las manzanas y las moras, mientras la planta de lenteja levanta dos, casi tres, palmos del suelo. Chiquitinas y sabrosas dicen que las lentejas castellanas tienen más hierro que las demás -acaso por eso en mi infancia comíamos con frecuencia estas legumbres- aunque entonces no me gustaban tanto.

Abandonar los sueños es morir. Ni más, ni menos. Por eso me hace bien visitar los montes en los que tantas alpargatas rompí, los senderos en los que descubrí la existencia de víboras fuera de los zoológicos, la rebeldía de las cabras, la mansedumbre de las ovejas y el buen humor de casi todos los pastores. Estoy contenta.

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