Los empresarios de "segunda generación" (hijos de quienes crearon la empresa) comparten algunas peculiaridades: han crecido en la abundancia, tienen una visión un poco sesgada de la realidad, y con frecuencia no disfrutan del negocio que han heredado.
Este común denominador marca su peculiar manera de dirigir las organizaciones productivas sin que sean conscientes de algunos rasgos que comparten y tengo el privilegio de observar cuando trabajo con directivos de treinta, cuarenta y más años que son heredederos de negocios o grupos empresariales de mi entorno, País Vasco.
Crecer en la abundancia predispone a pensar que los demás han gozado de condiciones similares y disfrutado de las mismas oportunidades. También contribuye a restar valor a los pequeños placeres de la vida: un café en una terraza, la lectura de un buen libro o la compra de unos zapatos en rebajas.
La visión sesgada de la vida se deriva de haber crecido en entornos protegidos (urbanizaciones de lujo con garaje y piscina) rodeados de una familia ampliada (abuelos + tíos + amigos + influyente red de contactos) e ilimitada protección en el colegio. Esa realidad tiene sus ventajas y -como descubren años después- sus inconvenientes también.
Finalmente su manera de dirigir los negocios está pautada por el resentimiento hacia una fábrica, un sanatorio, una planta de reciclaje o un taller, que sienten que les robó la infancia porque el padre, la madre, o ambos progenitores estaban totalmente volcados en levantar la empresa. Además, los propietarios de empresas familiares suelen llevar a casa las zozobras del taller que expanden por salones y jardines como el aroma de la carne asada en el grill.
Ambas cuestiones -la percepción infantil de que el negocio les ha robado la presencia de sus padres en las representaciones teatrales del colegio, y la sensación de que la empresa no da más que disgustos- hacen que los propietarios en segunda generación lleguen a la dirección del negocio cargados de resentimiento que está presente en su manera de dirigir.
En mi trabajo trato de equilibrar la balanza pasando el rastrillo sobre el argumentario de las infinitas ventajas de su posición social-económico-familiar como un maestro zen intenta poner orden en las pequeñas piedras de un jardín oriental. Pese al uso de datos, estadísticas, e incluso el acercamiento a países y entornos desdichados, no ceden en su descontento porque sus percepciones -fuertemente enrraizadas en la infancia- atrapan el presente y condicionan el futuro de una actividad que casi siempre se revela próspera aunque desafiante y compleja.
El desafío de cambiar...
Resentimiento... por ¡gratitud!
Conscientes de esa complejidad, inteligentes y deseosos de mantener el estatus, contratan a expertos dotados del coraje de sus padres, el conocimiento contemporáneo del mundo del management, la experiencia de quien se ha equivocado con frecuencia, y la sabiduría que a veces acompaña a las canas. Personalmente reconozco que es cansado trabajar con decisores del máximo nivel que también son propietarios porque ambos factores provocan una inflacción del ego dificil de gestionar. Pero... se impone la cordura y avanzan acercándose al sentimiento que llevó a sus padres a crear una empresa: hacer un trabajo que se ama y permanecer en contacto con el universo que no es otra cosa sino la naturaleza y los seres vivos de los que los humanos somos una parte diminuta.
La clave me la dio el pasado miércoles Virginia cuando al salir de mi despacho... ya sobre el felpudo -en el que tantas confidencias se depositan al salir de un entrenamiento empresarial- me dijo:"... Sabes, Azucena... lo que pasa es que mi padre no me enseñó a amar el negocio...".
Hermoso y trascendente: amar lo que uno hace. Ese gesto armoniza casi todo a nuestro alrededor y nos devuelve el infinito placer de un café en El Toldo de Ondarreta, la lectura de Reinventar las Organizaciones y el disfrute unas sandalias nuevas ¡que no me hacen daño!
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