Vivimos un déficit de esperanza. Alcanzo esta conclusión (parcial y revisable) después de algunas lecturas, ciertos paseos y la observación del mundo circundante.
El déficit de esperanza está detrás de los trabajadores que renuncian voluntariamente a su empleo en Estados Unidos, Europa y España -con matices en cuanto a las razones e intensidad de la tendencia-: en Estados Unidos abandonan su trabajo cuatro millones de personas al mes (3% de la fuerza laboral americana), en España aún no hay datos pero se intuye que el impacto es menor.
Hay un rethinking de la actividad laboral y aún cuando para la mayoría de los humanos sigue siendo imprescindible trabajar para subsistir, emergen otras cuestiones. La precariedad salarial, contractual, física, emocional... ¿es algo inevitable? Los episodios de ansiedad, frustración, depresión (riesgos psicosociales)... ¿forman parte del precio a pagar por un empleo? ¿Cuál es el umbral en el que se pierde la dignidad profesional? y lo nuevo: tras el trabajo en remoto (obligatorio por cuestiones sanitarias covid) ¿es realmente esencial la presencialidad cinco días a la semana en la oficina? Detrás de estas y otras preguntas emerge la dicotomía vivir para trabajar o trabajar para vivir.
Sin alcanzar conclusiones efímeras -hay que esperar la consolidación de tendencias- el planeta gira a una velocidad inusual sobre su propio eje alterado por un sinfín de fenómenos que plantean nuevos desafíos.
En este contexto leo cuanto puedo en búsqueda de referentes que permitan contrastar mis percepciones a pie de fábrica, despacho, industria o institución... Hallo un dato que parece tangencial y al que, sin embargo, otorgo sentido: el gobierno japonés acaba de inyectar 429.000 millones de euros (la aportación excepcional más alta de su historia) con el objetivo de elevar el nivel de esperanza con el que viven los japoneses. Esperanza, ese intangible que orienta...
El déficit de esperanza con el que viven los habitantes del planeta tiene sin duda múltiples niveles de análisis, complejas causas, destructivos efectos e infinitas líneas de trabajo en la búsqueda de soluciones.
Aporto mi humilde testimonio en la consciencia del privilegio de poder ejercer una profesión vocacional: la práctica apasionada de un oficio torga sentido (y esperanza) a los sinsabores cotidianos, esas luces y sombras que tan bien documenta mi admirado Robert Caro (en la fotografía) ganador de dos premios Pulitzer. Cuando le preguntan a Robert Caro por qué sigue utilizando la vieja máquina de escribir Smith Corona Electra 120 (que no se fabrica desde hace décadas) responde una frase de cinco palabras que contiene la sabiduría de un haiku: "... para obligarme a ir lento...". A sus 86 años, Caro encara su vida (y oficio) pleno de esperanza que orienta la calidad y precisión de sus publicaciones.
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