jueves, 16 de octubre de 2008

Historia del elefantito

Anoche estuve cenando, de risas y copas, con mi amigo Gonzalo Ibarnegaray quien acaba de llegar de una de sus expediciones a Botswana, África, una tierra que le fascina más allá de lo racional. En mitad de la juerga de complicidad, ajenos al efecto del etílico, me contó una historia en la que no dejo de pensar.

Cuando nace una cría de elefante se le ata con una cuerda o una cadena de escaso grosor y unos tres-cuatro metros de largura para que no se aleje de la madre, se pierda, o simplemente -mi amigo Gonzalo no lo sabía a ciencia cierta- por costumbre. El caso es que pasan los meses, el elefantito va creciendo y llega a pesar varias toneladas, a tener una fuerza descomunal y a poder liberarse sin esfuerzo de la cuerda o la cadena y, sin embargo, ni lo intenta.

Ante mis ojos de búho sorprendido, Gonzalo volvió a repetir: sí, llega un momento en que le sobra fuerza para liberarse de la esclavitud, le sobran ganas de conocer otras tierras, otros paisajes, otras experiencias y aventuras y, sin embargo, no lo hace. ¿Por qué?

Creo que a eso se le llama "anclaje" expliqué a Gonzalo en la última terraza de nuestro encuentro saboreando un helado de frambuesa. Anclaje: las neuronas registran a un nivel profundo la experiencia y la dejan ahí para siempre como una verdad cierta. El elefantito asume que no puede romper la cadena y cuando es adulto y puede hacerlo con facilidad ¡ni lo intenta!

¡Joder! (perdón) dijo él ¡pues vaya puñeta eso del anclaje! Sí, le contesté yo. Extrapolando al comportamiento humano, nosotros hacemos un poco lo mismo ¿no te parece? Los ojos de búho se le instalaron a él bajo las gafas gruesas. ¿Queeeé? Sí, piensa en cuántas veces nos decían que había que ser niñas buenas, que el dinero no cae de los árboles, que el dinero corrompe,que ganarás el pan con el sudor de tu frente... Esas cosas que nos hemos creído durante décadas sin cuestionar si son o no ciertas, si queremos que sigan vigentes en nuestro universo o fulminarlas por completo. Seguimos atados a las cadenas, a tres-cuatro metros de distancia de las creencias ancestrales...

Después volvimos en silencio a casa por la playa, cuajada de encanto, vacía de personas, con luna llena, 20 grados de temperatura, la isla de Santa Clara iluminada por el generoso ayuntamiento de San Sebastián... Una inquietante nube de pensamientos zumbaba entre nosotros. Ya en casa repasé mi cuaderno y una de las lecturas con las que ando preparando una ponencia. Allí estaba el bueno de Carl Jung: Hasta que no vuelvas al subconsciente consciente, éste dirigirá tu vida y le llamarás destino. ¡Dios como me gustaría ayudar al elefantito cuando es adulto y decirle: despierta, se consciente de tus posibilidades, rompe cadenas, anclajes, creencias limitantes y vuela!

Dumbo pudo hacerlo.
Seguro que tenía un Coach del norte.
Gracias, Gonzalo, por tu historia.

2 comentarios:

Socrates dijo...

Vaya, no tenía ni idea de lo de los elefantes, a mí también me deja perplejo.

Por otro lado te "envidio" por esa amistad que tienes, Gonzalo, porque puede transmitirte lo que se puede vivir en un país tan grande como Africa (grande en todos los sentidos).

Está claro: hay que inventar una nueva profesión: liberador de elefantitos. Alguien que, llegado el momento oportuno, le haga ver que no hay razón para seguir "anclado". Y que hay mucho mar, mucho océano. Mucha vida.

P.D. Gracias por compartir con nosotros esa velada/tema. Sabes a quien también le fascina Africa por encima de todos los demás continentes? a Robin Sharma.

Anónimo dijo...

Pues o bien es una exitosa leyenda urbana o es cierto, porque yo misma he oído todo esto, aunque bajo la forma de procedimiento educativo de los paquidermitos en el circo. Igual de ejemplarizante que las pulgas, la altura de sus saltos y el techo de cristal sobre ellas.

El procedimiento no indica que la cuerda deba reforzarse con la edad del elefante. Antes bien, la moraleja es que el elefante no se mueve ni aunque sólo lo ates con un hilo de seda y que a nosotros, como al elefante, nos bastaría la voluntad para salir corriendo y comernos la sabana africana o al público.

¿Por qué no lo hacemos? Pues porque, en todos los sentidos, somos más listos. Somos listos para reflexionar sobre los sinsentidos de los elefantes atados, pero también para reforzar las cuerdas con que atamos a otros y para autoengañarnos acerca de las redes en que nosotros mismos estamos atrapados, haciendo que la soga de nuestra horca nos parezca la paja del nido.

Quizá un tironcito de esa cuerda convertida en cables de acero no nos libere, pero la necesidad es madre es virtudes y habilidades, así que seguro que merece la pena seguir tirando. Gracias, Azucena, por hacernos pensar en elefantes y África.