Desde el año 2008 -fecha en la que mi hija creó este blog coincidiendo con una visita a su casa de Stuttgart, Alemania- he escrito un post a la semana con la regularidad de las mareas. Sin embargo, el crono se paró el pasado 15 de marzo 2021 y hasta hoy no he retomado el teclado para compartir con amigos, clientes y lectores el flujo de mis pensamientos. ¿Qué ha pasado?
Siendo cierta la intensidad laboral que me ocupa, no es la razón. El bajo nivel de prioridad que le otorgo tampoco es la causa de que no haya escrito durante siete semanas. No estoy enferma, ni lo está ninguno de mis seres queridos y -sin embargo- he fallado a la cita con los lectores -algunos de los cuales también son clientes y me preguntan por qué últimamente no escribo-.
A comienzos del mes de marzo adquirí una casa en las montañas de mi infancia y desde entonces me he dedicado a disfrutar de la naturaleza parte del tiempo que con anterioridad destinaba a escribir. Sigo participando en comités de dirección, impartiendo formación sobre la creación de equipos de trabajo, y realizo las sesiones de coaching individual que llegan a los despachos de San Sebastián y Bilbao. Digamos que atiendo la parte "productiva" de mi actividad como emprendedora bonsái pero... he soltado la mayoría de las actividades periféricas del negocio.
El abandono de esa cita con mis pensamientos volcados en el blog y el desconcierto de algunos lectores me han hecho volver al teclado. Cita con el artista interior, que diría Julia Cameron. Pero... ¿qué ha pasado? ¿por qué no he escrito? ¿cuál es la relación entre la casa de la montaña y el abandono del blog? Me he volcado en vivir ahí fuera -en el mundo real- y he dejado de contar cosas aquí dentro -en internet-: le he sacado gusto a buscar rincones en la casa nueva, pintar acuarelas para decorar el ático y buscar tazas de estilo inglés. Pero por encima de las ocupaciones domésticas, he sido capturada por la brutal belleza del río y los senderos que rodean mi "campamento base".
Dejo a un lado la propuesta de García Márquez (Vivir para contarla) y -alérgica como soy a las dicotomías- se me antoja cierta la fórmula dentro-fuera: cuánto más contamos en las redes, menos vivimos fuera (en el mundo real) y viceversa.
Siete semanas dan mucho de sí para transitar senderos tan cerrados por los matos, árboles, zarzas y espinos que -al pasar- te arañan los brazos si los llevas al descubierto.
Siete semanas dan para enamorarse profundamente de una tierra en la que pasé todos los veranos de mi infancia y en la que descubro mariposas, ranas, ardillas, ciervos, caballos, vacas, ovejas, perros, liebres y -lo más sorprendente por ahora- un jabalí negro que -al verme- se asustó mucho más que yo.
Sigo leyendo, pero en la casa de la montaña he cambiado los ensayos por la poesía, la economía por la filosofía y he retomado prácticas marciales a las que me dediqué hace algunas décadas. Diría que soy más feliz. Espero que no lea Álvaro este post. Es un ingeniero con el que trabajo en una fábrica de automoción y está persuadido de que ser feliz es sinónimo de idiota.
Algunos paisajes en Instagram
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