lunes, 5 de agosto de 2024

Verano, tiempo bello y lento

 

Mi entorno profesional piensa que soy adicta al trabajo y me lo dicen. Así que reviso mis cuatro décadas de vida laboral, constato haber trabajado hasta desfondarme, y descubro que en mi caso la cuestión no es ser workalcoholic, sino la tendencia a la productividad, una adicción que me acompaña también en vacaciones.

En un gesto de honestidad radical reconoceré que no hubiera alcanzado muchos de mis objetivos sin la convulsa y persistente fuerza de la productividad. Por ejemplo, cuando en el mismo año trabajé a jornada completa, terminé mi carrera y tuve a mi hija. 

Muchas personas que hayan transitado etapas exigentes reconocerán el desafiante aroma de esas fases y comprenderán que no era posible sacar adelante los proyectos sin la aplicación de un eficiente y férreo impulso productivo. 

Aquellos y otros barros trajeron estos lobos y el hábito de sacarle chispas a todo persiste en mí, aunque está en revisión.



Una de las decisiones que alcancé hace tiempo es tomar tres meses de vacaciones al año: dos en verano, medio en Navidad y otro tanto en Semana Santa. Y así lo hago. En apariencia desmonto el tópico de ser workalcoholic, pero la mirada superficial pocas veces revela la verdad profunda de las cosas... 

Aunque durante tres meses al año no participo en Comités de Dirección, ni imparto clases, ni abro los despachos, persisto en mi lista de tareas: escribo, contesto emails, publico post, reviso materiales, construyo otros nuevos y leo cuanto cae en mis manos para actualizar conocimientos prácticos que pueda aplicar a los proyectos que acometeré en el otoño... ¿Me hago trampas al solitario? Pues depende cómo se mire. No trabajar con clientes directos tres meses al año me parece un avance, pero aún no he alcanzado un equilibrio perfecto entre descansar y trabajar, entre el deber y el placer, y entre lo público y lo privado. Tal es mi torpeza cuando encuentro el libro Gozo en el que Azahara Alonso narra de manera cuidadosa y novelada su experiencia en una isla del Mediterráneo sintiéndose dichosa sin realizar ninguna actividad remunerada. Digamos que el volumen (octava edición) elogia la ociosidad y lo documenta con citas de varios autores. Me llevo el libro cuando paseo por la tarde junto al río (ver fotografía) y -aunque todavía me faltan 57 páginas para terminar su lectura- noto en mí su terapéutico efecto. 



Artículos relacionados: Hacer no haciendo, Antonio Muñoz Molina. La sede de la creatividad humana, Javier Sampedro. El sueño surcoreano de no hacer nada, Ana Vidal Egea. Desconectar en verano es difícil pero no imposible, Carmen Sánchez Silva. La gente no para porque tiene miedo a sentir el vacío de su vida, García Campayo. Setenta y dos días en el campo y volverás como nuevo, Pilar Jericó.  Vídeo (entrevista con Azahara Alonso), duración 6'37".


2 comentarios:

Anónimo dijo...

En mi opinión, unas veces es el sentido del deber… y la incapacidad para delegar (ya sea por no contar con alguien que cuente con toda la información para sustituir al mando intermedio o, (creo que) peor, por creer esta persona que solo a su manera quedan bien hechas las cosas -cuando el perfeccionismo es un problema-) y, otras, el miedo.

Hay mucha gente que se va de vacaciones sintiéndose culpable… o atemorizada, por si alguien la culpa de estar ausente, mientras muchas otras personas son ultracapaces de desconectar y no dar señales de vida (por crítico que sea lo que tuvieran entre manos antes de ausentarse) sin que les pese lo más mínimo. Y pueden ser altos directivos.

Entiendo que TODOS deberíamos poder hacer uso y disfrutar de verdad de nuestro derecho a las vacaciones, y de hacerlo en las mismas condiciones. Si un directivo puede hacerlo y dormir tranquilo, ¿por qué no un mando intermedio y una persona que no tenga un equipo a su cargo?

Azucena Vega Amuchástegui dijo...

Estimado anónimo: muchas gracias por tomarse el tiempo de leer y comentar este post. Agradezco sus aportaciones que enriquecen el contenido del texto. ¡Le deseo un buen verano!