Conocí a un indio y me enamoré porque tenía el alma blanca. Me enseñó a distinguir las hierbas aromáticas de las sanadoras, las comestibles de las venenosas, las sagradas de las profanas. Me dejó sus mocasines y caminé muchas leguas a su lado noche y día. Me contó historias de sus antepasados a quienes llegué a amar sin conocer .
Los padres del indio no conciliaban el sueño hasta compartir una oración que llenaba el tipi por completo, y alcanzaba las estrellas. Ellos sabían por qué... ellos conocían para qué...
El indio se hizo adulto y emigró a tierras de prosperidad donde el alma de los blancos no es blanca, donde no crecen las plantas sanadoras, donde el oxígeno es nitrógeno y donde noche y día se confunden lo sagrado y lo profano. Trató de hacerse un camino entre las sendas, sin perder su identidad. Lloró, pateó, sudó, luchó y miró hacia las estrellas. Una noche comprendió que los ancestros estaban junto a él con la fuerza-roble de los hombres de su estirpe. Entonces sintió que el triunfo era posible. Avanzó.
Con el tiempo perdí la huella de sus mocasines. Me queda el recuerdo de un alma blanca en el asfalto y la sonrisa de saber que consiguió convertir su sueño en realidad. El sabio camino del medio: no sólo espíritu, no sólo materia. Obeie.
1 comentario:
Que buen relato.
me pregunto... Cuanto de indio fuera de su tierra habita en el interior de cada uno de nosotros?
Un saludo desde Chile.
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