Bajo el síndrome de Eloy Tizón escribo. De él se dice que es uno de los más talentosos narradores españoles contemporáneos y un maestro del relato. Entre mis manos acaricio su Técnicas de iluminación que en nada se relaciona con las bombillas led ni con la meditación trascendental sino con la literatura más delirante que he leído en los últimos años.
Llegué a Tizón a través del Babelia, suplemento literario de El País. Compré el libro el sábado. Lo estoy acabando hoy: 163 páginas que no son para devorar sino para un paladeo lento en un monasterio, en una cafetería con luz difusa, en un verano que aún está lejos, o en el avión que en primavera me llevará a Japón para cumplir una obsesión ¿un sueño? de mi hija.
Pero no es de Japón de lo que quiero hablarles sino del timón de mi destino y de la visita esta tarde a la emblemática escultura de Chillida en el puntal de la playa de Ondarreta (San Sebastián) donde he descubierto que el peine carda el viento como si se tratase del pelo de la mismísima reina María Cristina.
En una pirueta de soberbia vivo sobre el espejismo de dominar mi destino o -cuando menos- de estar al frente de un timón imaginario que dirige la nave de mi existencia por aguas del Cantábrico.
Aunque una voz no menos grillada susurra al peine del viento que ¡me olvide de semejante falacia! porque no podría decir con honestidad si el lugar en el que me encuentro es justo el que soñé.
A veces siento que lo vivido desborda las expectativas de la niña que fui. En tanto que en ocasiones me atosiga la idea de que acaso no desarrollo la totalidad del potencial porque mi placidez lastra mi ambición.
Estoy atenta a las señales y como en la fotografía atisbo el horizonte en busca de peces y tesoros a sabiendas de que también existen bucaneros y afino el oído a la escucha de las grullas que hace tan solo dos días cruzaron sobre el jardín de casa anunciando la llegada del frío.
Algunas personas zozobran ante la incertidumbre. No es mi caso. Supongo que ayuda la sólida compañía de la bondad a la que pongo el rostro de mis ancestros (los familiares que me precedieron), de los mentores que custodian mi saber, o de mi pareja como una sombra protectora cosida a los pliegues de mi piel. Confío. Fluyo con la marea. Domina mi existencia la certeza de que todo está bien tal y como sucede porque los humanos sólo vemos un trocito del gran cuadro que propicia nuestro aprendizaje mundano.
Sujeto firme el timón al amanecer. Fortalezco la disciplina y voluntad al mediodía. Por la noche mantengo encendida la lámpara para atraer el futuro emergente, el futuro deseado, y me pongo humildemente a su servicio.
Escucho los mensajes de las grullas, los encargos que me hacen, los proyectos que me rechazan, las propuestas que me sugieren, los contratos que me ofrecen... Conecto conmigo misma. Escucho atentamente. Fluyo. Y cuando alguna vez pierdo el timón compruebo que ¡no pasa nada! Nada. Confío.
Escucho los mensajes de las grullas, los encargos que me hacen, los proyectos que me rechazan, las propuestas que me sugieren, los contratos que me ofrecen... Conecto conmigo misma. Escucho atentamente. Fluyo. Y cuando alguna vez pierdo el timón compruebo que ¡no pasa nada! Nada. Confío.
5 comentarios:
Hermoso texto.
¡¡¡Gracias, Hilda!!! Como siempre el mérito está en el observador: tú.
Precioso. Y el mérito es compartido, mío, que soy la observadora, y tuyo, por hacernos conectar de esta forma tan dulce y poética con lo auténtico.
Un abrazo
Dejar la luz de la lámpara encendida por la noche es más que iluminar el presente; es un gesto lleno de esperanza, atrayendo un buen futuro con su suave resplandor.
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