Al son de la txalaparta ayer se reunió mi tribu familiar. Durante dos días y dos noches las maderas de castaño sonaron sin tregua reiterando un mensaje que llegó certero hasta el último rincón de la geografía española por la que se encuentran diseminadas las personas a las que me unen lazos de sangre y recuerdos. Recuerdos de infancia. Verlos a todos juntos fue una inmersión en la que me resultó imposible evitar la sensación de "pertenencia", algo que siempre me ha costado... un poco.
Todo comenzó a las nueve de la mañana del miércoles. La tía Luisa había hecho unas lentejas y se dirigía al cuarto de baño... pero no alcanzó el lavabo porque de repente se hizo la completa oscuridad. Horas más tarde la encontraron sus hijos en el suelo. Ya en el Hospital de Basurto (Vizcaya), les ofrecieron un diagnóstico irreversible: ictus. Finalmente murió como siempre quiso: serenamente y en cristiana bendición.
Antes de que partiera alcancé a decirle lo que durante treinta años no tuve el coraje de verbalizar: que le estaba muy agradecida por su ayuda en un momento trascendente de mi juventud.
En el entierro de ayer no me salieron lágrimas y a decir verdad no sentí pena por una vida larga (noventa y un años), plena (hijos, nietos y biznietos), trabajosa, comedida (ordenada, austera y ahorradora) y en muchos sentidos un modelo inspirador.
En el entierro de ayer no me salieron lágrimas y a decir verdad no sentí pena por una vida larga (noventa y un años), plena (hijos, nietos y biznietos), trabajosa, comedida (ordenada, austera y ahorradora) y en muchos sentidos un modelo inspirador.
La vida es rara y presenta innumerables ocasiones para rectificar, agradecer, equilibrar y aprender a través de los diez mil rostros que encontramos dentro y fuera de nuestra tribu. En fin que la vida es rara... o quizá sabia.
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