Hoy me he despedido de las sandalias rojas que compré cuando vine a vivir a San Sebastián. Han pasado trece años y son muchos los pasos que he dado con ellas por la vida durante este tiempo. Confesaré que me he resistido a abandonarlas porque siento cierta pena, nostalgia de un tiempo que se fue para no volver...
Ellas y yo hemos caminado por el asfalto, la arena, el cemento, los adoquines, por caminos rurales y urbanos; hemos avanzado deprisa y despacio, subido y bajado por algunas ciudades europeas, por algunos pueblos españoles, museos, supermercados, boutiques, bibliotecas, librerías, playas, aceras, montañas. Si pudieran practicar el arte del storytelling contarían historias emocionantes de lugares y personas en transición del presente al futuro, de la quietud al movimiento, de la permanencia al cambio, de la juventud a la vejez...
Me niego a tirarlas entre residuos de pollo y patatas fritas porque ellas y yo hemos llegado a establecer lazos de complicidad y porque mis sandalias han sido testigo de cientos de conversaciones con clientes apoyando incondicionalmente mi caminar en esta tierra. De momento, las he depositado en el cestillo de cosas que retiro para dar aunque -vistas con objetividad- ¡están destrozadas!
Las sandalias rojas y yo hemos transitado trece veranos consecutivos. Ahora yo me quedo en mi vida y ellas se van a otro lugar que desconozco ¡dejar marchar es toda una lección de desapego! Las he cuidado mucho hasta el final: con el primor que mi padre limpiaba los zapatos de toda la familia en el balcón... pero... se han desgastado, han perdido lustre, lozanía y -según mi amiga Sara- ¡parecen de mendiga y no debo llevarlas al despacho!
Ya está. Decisión tomada: esta tarde aprovecharé el último día de rebajas para comprar unas sandalias en la zapatería de mi barrio. Como siempre la vida continúa en tránsito de lo nuevo a lo viejo, de la quietud al movimiento y del verano -que se escapa como la arena entre los dedos- al otoño y sus proyectos.
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