En el bello Palacio de Aiete (San Sebastián) imparto un taller al año para los habitantes de Guipúzcoa. Es mi manera de transferir a la ciudadanía todo lo aprendido en una vida dedicada a leer, escribir, formarme, formar a otros, y acompañar procesos de cambio en las empresas.
El grupo de este año es fabuloso y -aunque estamos a punto de cerrar el ciclo- seguiremos en contacto más allá de la programación oficial de Donostia Kultura. Hoy, una mujer apasionante que viene desde Zarautz ha lanzado una pregunta a debate cuya respuesta he articulado lo mejor que he sabido en ese momento.
Dado que el curso versa sobre el liderazgo de la propia vida, la cuestión que ha planteado resulta pertinente: ¿cuánto hay que planificar la vida: poco, mucho... todo? ¿es mejor no planificar? ¿cuál puede ser la diferencia?
No somos dioses y por más que planifiquemos la vida se encargará en hacer saltar en mil pedazos el mejor cronograma, la más perfecta hoja excel, el mejor plan de cálculo y hasta el fin de semana en el hotelito con encanto en la Sierra de Gredos.
Los negocios son volátiles, inciertos, ambiguos, cambiantes... la vida -acaso más que nunca- es volátil, incierta, ambigua, cambiante y por más que nos propongamos estructurarla en un corsé ¡se revela! Conviene practicar la flexibilidad del junco y la adaptabilidad de la que ya alertó Darwin: no sobrevivirán lo más fuertes, ni los más inteligentes, sino aquellos que mejor se adapten al cambio...
Planificar como si fuésemos dioses (y el destino estuviera en nuestras manos) sabiendo que el vaivén de las mareas sorprenderá cualquier día nuestro amanecer.
Planificar sí y no planificar... ¡abiertos a la vida! pegados al terreno con la humildad de la oruga que sabe que algún día se convertirá en mariposa.
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