sábado, 8 de junio de 2024

De lujos y derroches

 

Mucho antes de que se creara el término "slow food" mi abuela dedicaba cuatro horas a cocinar unas alubias rojas de Tolosa en chapa de leña. Mientras tanto lavaba a mano, zurcía calcetines, cosía dobladillos o transformaba viejas sábanas en cortinas. Las alubias daban un olor riquísimo a la casa, quedaban blanditas, y hacían un caldo gordo del mismo color que las legumbres. Ahora que es conocido el concepto "slow food" es posible comer esas alubias en algunos de los grandes restaurantes con estrella Michelín. ¡El lujo es el tiempo!

Al final de sus días estaba casi ciega pero jamás faltaba al cumpleaños de un nieto. Mi casa distaba unos kilómetros de la suya y en el tramo final había que subir 101 escaleras, una barbaridad para sus huesos, pero lo hacía porque el hecho de estar con un familiar merecía el esfuerzo. La abuela era callada: se sentaba a tu lado y su presencia llenaba el espacio sin necesidad de recurrir al parloteo que atrona los sentidos. Entonces y ahora el lujo es estar junto a otro ser humano con la totalidad de tu ser.



Me acuerdo ahora del lujo del tiempo y la presencia porque en las últimas semanas me ha pasado una ola de cinco metros por encima de la cabeza. He chapoteado entre la espuma hasta que he podido sacar la cabeza, retomar el aliento, otear el horizonte y (agotada) seguir con las tareas. 

La sobredosis de encargos se ha tragado mi agenda y con ella los rincones slow down que dejo para recuperar fuerzas. El pantagruel del "trabajo a destajo" se ha llevado al fondo del océano el lujo del tiempo y el lujo de estar junto a otro ser humano por el mero gozo de compartir. La voracidad de los proyectos ha engullido mi planificación y con ella han caído las opciones de quedar en persona con los clientes, colegas, empresarios y directivos. El pressing de la agenda propia y ajena obliga a escatimar tiempo en los desplazamientos y cada vez con mayor frecuencia recurrimos a las videoconferencias, los documentos compartidos en la nube y los archivos Notion donde avanzamos en contenido sin escuchar una risa, un suspiro o un lamento. No es lo mismo. Hemos perdido el lujo del tiempo del que disfrutaba mi abuela -tan pobre en el plano material- y estamos perdiendo el lujo de estar presencialmente para gozar de la experiencia humana en plenitud.

Otros lujos se pierden por el camino: el silencio, realizar una tarea cada vez, la escritura manual, la empatía, la consciencia, la cocina en cazuela de barro y la escucha, entre otros. Pero está en nuestra mano recuperarlos dando al Cesar (la tecnología, velocidad y eficiencia) lo que es del Cesar, y a Dios lo que es de Dios: nuestra profunda humanidad. 

 

2 comentarios:

Anónimo dijo...

A veces los recursos “eficientes” del trabajo y la no presencialidad también permiten aislarse de todo lo no estrictamente laboral (o relevante para lo laboral) para sobrevivir y, así, y con entrenamiento para quienes no entendemos el trabajo sin total y absoluta implicación personal, reducir el tiempo de nuestra actuación en el trabajo. Quizá sea bueno, de vez en cuando, trabajar desde un enfoque más “quirúrgico”, eficiente… y guardar el tiempo, ese lujo, para lo que no es trabajo.

A muchos nos cuesta entenderlo, pero la desconexión emocional del trabajo puede ser buena para sobrevivir a un entorno laboral tóxico a más no poder y, además, para que ese lujo que es el tiempo podamos dedicarlo a lo verdaderamente importante, que es la vida que está fuera.

Cada vez más procuro no perder de vista que trabajo para vivir, y que ya no quiero vivir para trabajar, porque no vale la pena.

Azucena Vega Amuchástegui dijo...

Querido anonim@, seas quien seas, tu comentario me ha calado profundamente: resuena con mi momento y desafíos existenciales. Y, aunque conozco la teoría y estoy en la senda que aportas, caigo de vez en cuando en la vorágine a la que tenemos el derecho y el deber de sustraernos en defensa de la propia vida que -como dices- está fuera. Recibe mi gratitud. Un fuerte abrazo, allá donde estés, y seas quien seas.