Al fondo de mi visión, junto al ventanal de la entrada, hay dos parejas de sesenta y muchos años. Ellas parecen clónicas: las dos con permanente, blusa festiva y paraguas plegables escoceses colgados junto al bolso en el respaldo de la silla. Ellos parecen clónicos: calvos, con enormes barrigas y gafas. Bueno, observo que en verdad los cuatro llevan gafas. No paran de comer y de untar ¡qué fruición al engullir, qué barbillas tan grasientas, qué servilletas colgadas del primer botón de la camisa! Tras el postre, el café y el puro aún han encargado algunas copas. Gula en estado puro. Antes de abandonar el restaurante ellas han ido al cuarto de baño juntas y se ha retocado el carmín de los labios. Uno de los hombres ha seguido sus pasos, les aseguro que no podía casi andar: parecía llevar plomo en los zapatos y su abdomen para si lo quisieran algunas embarazadas a punto de alumbrar.
En la mesa número cinco (justo delante de mi) dos hombres -ambos riendo muy alto y estridente- uno blanco y otro negro y menudo con una dentadura perfecta. En la mesa cuatro, a mi derecha, dos gays que se atusan las manos el uno al otro entre bocado y bocado. Mientras esperan el segundo plato el más robusto sube el pie descalzo hasta la rodilla del otro por debajo de la mesa. Hablan inglés y de vez en cuando ojean la guia Spain y el mapa de San Sebastián que amablemente les habrán entregado en la oficina de turismo del Boulevard. Beben mucho... una garra gigantesca de sangría a pesar de que hoy la temperatura apenas alcanza los 18 grados y llueve con ganas.
A mitad de mi segundo plato entran dos chicas caladas hasta los huesos. Hablan alemán, llevan chanclas, pantalones cortos y dos mochilones más grandes que sus espaldas. Son rubias, altas y en un español de academia piden "dos tés verdes, por favor". También sacan el mapa de la ciudad y le preguntan al camarero (otra vez en castellano) ¿dónde estamos?
Todo esto en veinte minutos, en el número nueve de la calle Puerto (el centro de la ciudad) a las tres de la tarde de un viernes cualquiera de este verano. Pido la cuenta. Me siento a cuadros, más que los que tiene el mantel sobre el que el camarero deposita el ticket. Salgo a la calle, llueve... voy sin paraguas, con mi impermeable rojo de la marca Noruega de la que les hablé. Necesito refrescarme. ¡No puedo haber vivido esta película en una calle céntrica y un restaurante de menú de 34 euros en pleno verano, al mediodía! Regreso al despacho. Espero a un equipo. Coloco las sillas en el despacho central, los folios, los bolígrafos y los post it. Recuerdo aquello que me enseñaron de pequeña: Los siete pecados capitales. Hoy me he topado con dos: la gula y la lujuria. Llaman a la puerta. Respiro.
3 comentarios:
Puntualización: no es "clarete" sino rosado. El clarete se elaboraba de una forma distinta al del rosado y hoy en día ya no se produce. Por cierto, sabes que en Navarra hay bodegas que producen vino con Denominación de Origen Calificada Rioja? Enhorabuena por tu blog,
Saludos.
Uy los pecados capitales...tienen invadidas las ciudades. Lo que más me apena a mí personamlmente, son los lamentos posteriores, cuando fruto de esos pecados capitales, suceden "cosas" desagradables.
Excelente reflexión Azucena. No había pasado por aquí y prometo leerte a partir de ahora.
Me ha gustado mucho.
Por cierto, lo del menú a 34 euros mola... sobre todo ahora, con eso de la crisis. Jovar!!!.
Un abrazo grande.
Curro.
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