domingo, 8 de noviembre de 2009

Esperanza

La noche del sábado ha sido pródiga en actividad. Incansable, el viento ha soplado generando olas de hasta seis metros en el Cantábrico. Bajo la superficie acuosa el trasiego no ha sido menor: decenas de kilos de arena -acaso toneladas- han sido transportados grano a grano de una playa (Ondarreta) a otra (La Concha) distantes casi un kilómetro entre sí. Movimiento continuo mientras los mortales dormíamos.

En la mañana del domingo la batalla continúa. He salido a comprar el periódico y da respeto medirse con la fuerza de los elementos. Ellos (la lluvia, el viento, el frío) mucho más poderosos que nosotros (carne y hueso). Para mitigar tanta inclemencia me he refugiado en una cafetería de postín donde hacen un espumoso café a la crema con magdalenas caseras. Delicia en estado puro mientras paladeo el suplemento Negocios de EL PAÍS. Y allí... una inesperada ráfaga de esperanza. Les cuento.

Un niño de unos diez años y su madre han ocupado una mesa frente a la mía y de no haber sido por lo inusual del espectáculo no hubiera levantado la cabeza de mis queridas páginas sepia. Han llegado mojados... con sus impermeables y sus gorros (imposible abrir un paraguas con esta ventisca). Han colocado las prendas en el respaldo de sus respectivas sillas... han hablado algo entre ellos (inaudible desde mi posición) y se han separado. La madre hacia la barra de la cafetería donde ha pedido algunas consumiciones para ambos y el niño sólo en la mesa, junto al enorme ventanal por el que se contempla un hermoso olivo. De repente, ha palpado el bolsillo derecho su Barbuck y ha sacado... ¡un tebeo! Yo no podía creer lo que estaba viendo: un niño, un tebeo y una desmesurada fruición que me recordaba a mí misma a esa edad. Sin duda acababan de comprarlo junto con la prensa dominical. Lo ha abierto y se ha zambullido textualmente en las viñetas. De hecho, gesticulaba con sus pequeños labios como se hace cuando uno está leyendo algo que le apasiona y se olvida del mundo entero.

Ha llegado la madre con los pinchos y las bebidas y el niño no los ha tocado durante un buen rato sumergido como estaba en su deleite, avanzando en la aventura de Moradelo, de Filemón, de sus diálogos, de sus gestos, soñando más que viendo, creando su propia realidad... estirando la imaginación como un chicle de los buenos.

Quince minutos más tarde yo había terminado de leer las páginas sepias. La madre había leído el suplemento del Diario Vasco (periódico local que más se lee en ésta zona). El niño seguía devorando su tebeo. He salido de la cafetería con un plus de esperanza: un niño de unos diez años que lee tebeos a comienzos del siglo XXI, cuando las estadísticas confirman que ni los adultos leen y que ser lector es pertenecer a una especie en extinción. Hay esperanza para el mundo: padres-madres lectores... hijos-hijas lectores... Todo comienza con un buen tebeo.

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