Me dispongo a disfrutar de una semana de vacaciones en el país ganado al mar. En las estrechísimas escaleras de acceso a la casa de mi hija abandono mi crítica corrosiva de anciana y activo al límite la niña que pervive en mí para apreciar cuánto hay de vida en cada detalle de su casa: plantas, cremas de gama alta que no usa, post it de colores, libros en varios idiomas, partituras, resinas y ¡Casiopea! la tortuga ninja (es broma) que come lechuga de una manera casi salvaje y se aletarga cuando la calefacción baja de veinticinco grados. Descubro la casa palmo a palmo con mi guía de lujo, orgullosa de lo que va consiguiendo con su talento, su esfuerzo, sus contactos y duermo bien tras un vuelo que me ha traído de Sondica (España) a Bruselas (Bélgica) y desde allí -en tren- hasta Rotterdam (Holanda). Mañana será otro día. Duih (adiós en holandés).
jueves, 31 de diciembre de 2009
De Viaje. Impacto Uno.
Arrastro mi maleta sobre la nieve, son las seis de la tarde (es noche cerrada) y hay patos sobre la superficie del lago que está helado. Dos grados bajo cero. Viento. Me advirtieron del frío. Me alertaron de la necesidad permanente de guantes, gorro, bufanda y ahora se lo agradezco. El aliento de mi respiración hace un vaho leve que se expande en la negrura. A dos manzanas de la casa de mi hija me cruzo con un gato ¡cómo sobrevivirá en este clima hostil! No es negro ¡menos mal! Mi madre decía que traían mala suerte.
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