domingo, 28 de febrero de 2010

Cuatro Monjas y una Seglar

Vanidad de vanidades, todo es vanidad. Tendemos a sentir que el prepotente Yo se ha hecho a sí mismo cuan hongo boletus. En verdad todos somos el resultado de miles de experiencias, circunstancias, azares, coincidencias y personas; personas que han dejado en nosotros su impronta a veces conscientemente y otras sin saberlo. Si nos parásemos un instante a pensar-sentir (cosa que hacemos poco) descubriríamos un sinfín de rostros, de nombres y de momentos en los que alguien depositó en nosotros una semilla que con los años se ha transformado en lo que somos y en lo que hacemos: en nuestra identidad.

Caminando esta mañana por el bosque -bajo numerosos árboles caídos por la ventisca de estos días en el norte del país- he recordado a cuatro monjas y una seglar de mi colegio cuyo impacto de algún modo perdura en mí. La madre María que me enseñó las vocales, las sílabas y finalmente a leer de carrerilla. La madre María (que ya entonces era anciana y severa) fue mi avatar iniciático en la pasión por la lectura que me habita. Asun era más joven, delgada y tenía un carácter de mil demonios cuando se me hacía un nudo en el hilo de la costura: hacíamos tapetitos a los que llamaban tu-y-yo porque eran diminutos y en teoría para dos que toman café. La madre Teresa y sus resúmenes con llaves abiertas en las que colocábamos a los poetas románticos, a los escritores épicos y a todos los narradores de fundamento que pudiesen existir. ¡Cuánto me han ayudado esos métodos durante mi carrera y aún hoy! La madre Victoria -enérgica, joven, un lince en matemáticas, rebelde dentro de la ortodoxia y propulsora de grupos de debate en los que yo participaba- fue (de entre las monjas) la que dejó en mí una huella más profunda. Fuera de clase solíamos hablar a solas mientras caminábamos por los patios y jardines del colegio (que eran enormes y tenían hasta una pequeña capilla). En mitad de un diálogo cualquiera me preguntaba: ¿por qué no llevas la corbata? dejándome fuera del juego de la conversación y sacándola de inmediato del bolsillo para colocármela en el cuello ya que era obligatorio.

Aun siendo importantes todas ellas, nada que ver -me he dado cuenta esta mañana bajo un árbol de mimosas con delicadas florecillas amarillas por doquier- de que la que me ha traído más que ninguna otra hasta el hoy es una seglar delgadísima que pertenecía a la aristocracia y cuyo nombre ¡qué rabia! no recuerdo. Nos enseñaba filosófía como asignatura opcional en COU y para mí era una auténtica Hipatia enamorada de la reflexión, los clásicos y la mayeútica o el arte de preguntar. Su optativa era de las más impopulares porque la vox populi afirmaba que la filosofía no servía de nada, es decir, que no servía para trabajar y ganarte la vida holgadamente y ¡claro! mi colegio era de niñas bien que aspiraban a la zona vip de la sociedad: nada de filosofía. Estábamos en clase tan sólo seis personas y algunas veces menos porque alguien se "despistaba" por el patio... Yo no falté nunca. Leía todos los libros que nos recomendaba -o que nos prestaba ya que por aquel entonces mi poder adquisitivo estaba muy por debajo de mi voracidad lectora-. Sócrates ¡Ayyyyy querido Sócrates que ya entraste entonces en mi corazón por la puerta grande! Treinta años juntos y aún me fascinas. Amor a primera vista y eterno.

Sin duda muchas otras personas han contribuido a mi identidad. Hoy he querido rendir homenaje a cuatro monjas y una seglar de las Esclavas del Sagrado Corazón de Bilbao donde estudié con beca y de donde salí directamente para trabajar. Años después hice una carrera universitaria llena de anécdotas y de personas. Hoy les propongo un juego: cierren los ojos un ratito y piensen en todas esas personas que en el pasado han aportado fértiles semillas a su presente. Después decidan de qué manera ustedes mismos pueden -si lo desean- sembrar en otros.

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