Hasta el cielo acompaña cuando la sirena está aquí: despejado, azul, primaveral. Ha llegado para cuatro días y -a su lado- bebo el aire en la bahía y respiro el aroma de su ropa con residuo de Dolce Gabanna, la colonia que utiliza: fuerte, rotunda y atrevida, como ella. En su presencia todo adquiere otro color: el mar, sus exóticas comidas, el desorden del cuarto, los ordenadores de la casa abiertos a la vez como si tuviera el don de la ubicuidad. No saben qué feliz me siento. Hablo con ella hasta por lo codos y deseo comunicar tanto -comunicarme tanto- que acabo tartamudeando porque la palabra no alcanza la velocidad del pensamiento. La sirena escucha (escucha mejor que nunca, más que nunca) y establece rápidas conexiones neuronales con su mundo -que cada vez es menos mi mundo y del que no quiero descolgarme-.
Como los alpinistas, tiro el piolet montaña arriba tratando de evitar la caída al vacío. Con la misma sensación de apremio, de urgencia, de zozobra. Ella todavía retoma el cabo y lo anuda a su cintura. Todavía. ¡Cuánto la quiero! Ahora le ha dado por la música del barroco y hasta utiliza cuerdas de tripa como hacía Bach en el siglo XVIII: explora, prueba, se equivoca, vuelve a empezar, se desgasta, se desanima, aletea y alza el vuelo cruzando fronteras, prejuicios, idiomas, continentes. Si me da permiso... colgaré una foto suya pescando en mar abierto cerca de la desembocadura del Amazonas tras haberse comido un mango silvestre.
Cuatro días, cuatro noches, cuatro oportunidades y de nuevo se evapora tan rápido como el alcohol... y el arcoiris palidece y el sol resulta soso y tenue hasta el siguiente encuentro. Afilo el piolet para que esté en plena forma y le despido, una vez más, en el aeropuerto de Loiu (Vizcaya).
1 comentario:
Que bonito¡¡¡
Me emociona captar tanto sentimiento.
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