Mi hija es de un austero franciscano que comparto ¡excepto cuando estoy de vacaciones y me dejo llevar por el hedonismo! Dada su contención existencial, esta tarde he tenido que presionar hasta que ha accedido a mi propuesta de acercarnos a el famoso O The Divin de Toulouse...
... donde hemos compartido una pieza generosa de la especialidad de la casa: la tarta banoffee -que ella no me ha dejado fotografiar- cuyo aspecto era aún mejor que la imagen que he encontrado en Google.
Cuentan que el dueño -un gay de aspecto italiano llamado Christian- hace cada mañana las tartas que los turistas de todos los continentes devoran en su pequeño establecimiento de la Rue Baour Lormian. Sea como fuere, la tarta no podía estar más deliciosa y la hemos paladeado en cómplice conversación haciendo un alto en el camino de tiendas por la city de la que ella se despide en busca de nuevas aventuras profesionales que en las próximas cinco semanas le llevarán a Edimburgo (Escocia) Hamburgo (Alemania), Tromso (Noruega) y Rotterdam (Holanda).
La casa que estamos desmontando tiene un portal gigantesco con un patio interior en el que florecen las hortensias y donde vive un gato negro que ha desmitificado mi superstición de que traen mala suerte ¡tal vez porque lleva un pequeño cascabel en el cuello! El caso es que sale a saludarte, te roza la pierna con seductor ronroneo, y se marcha una vez que le has dado el santo y seña de acceso al inmueble. Este gato no tiene el encanto de Fussel, un felino semi-salvaje que convivió dos años con mi hija en Stuttgart y llegó a estar tan unido a ella que depositaba ratones vivos en la alfombra del salón como ofrenda de amor. Claro que lo mejor de aquella casa no era Fussel sino el jardín...
Hoy he re-descubierto lo terapéutico que resulta dejar pasar los días permitiendo que el mundo y sus bondades invadan un poco -y acaso equilibren- mi tendencia al autismo social. Si bien es cierto que me agobian las ciudades populosas, las concentraciones de personas, el ruido y la contaminación, y que me atormentan ciertos olores nauseabundos que pululan como una nube tóxica sobre los cascos antiguos de las ciudades y los aledaños de los ríos... siempre encuentro espacios armónicos para el silencio sea en pleno asfalto: templos o museos, o en la naturaleza donde esta mañana me ha entrado la risa al descubrir -cerca del Museo de las Ciencias- un círculo de niños comiendo sus bocadillos sobre la hierba en una constelación circular que me ha recordado los "plenarios" que facilito en las empresas...
Al llegar a casa, después de saludar al gato y las hortensias, me he dado una ducha con un invento bio llamado pan de arcilla -una especie de exfoliante que no huele a nada y no proporciona un placer especial pero que, al parecer, es buenísimo para la piel-. Y tras la cena el tema: la música clásica, las orquestas, los compositores, los gurús contemporáneos, los ancianos sabios del barroco, los proyectos y contratos, la exquisitez de las cuerdas de tripa y el entorchado de oro en los arcos artesanales, y la fragilidad del violín del siglo XVII que con tanto viaje y cambio de temperatura se resiente... Al filo de las doce de la noche la conversación seguía en su apogeo y los mayores apurábamos la copita hasta que he decidido retirarme al cuarto de invitados donde he estirado el brazo hacia la estantería y ¡zas! he tropezado con The Mozart Effect un libro de Don Campbell ... A pesar de la hora y el cansancio he leído hasta la página 35 y alcanzado a comprender la tesis fundamental del autor: escuchar música del Mozart cura, equilibra, tranquiliza y desarrolla el hemisferio derecho del cerebro donde vive la intuición.
Música de las esferas... hummm... Mañana volveré al Jardín Royal, escucharé música del compositor austriaco, conectaré con mi intuición y ¡ojalá vuelvan a asomarse las dos ardillas que hoy jugueteaban a menos de tres metros sobre el tronco de una secuoya! Magia de las esferas y silencio ¡música del alma!
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