Nada más salvaje que lo cotidiano. Sometidos a todo tipo de impactos on line, y acostumbrados a vivir cuan avatar, nuestros sentidos confunden la frágil frontera entre lo real e imaginario. Y claro, tendemos a deslizarnos del lado de lo ficticio porque ofrece el dulce consuelo de saber ¡que no es real! y no alcanza nuestra alma en tránsito hacia algún otro lugar...
Pero nada es más brutal que lo cotidiano, ni más sobrecogedor que lo que acontece en la acera de tu propia calle.
En el garaje de casa se ha producido una inesperada conversación con unos vecinos a los que saludo desde que vivo en San Sebastián (2002). El diálogo se ha prolongado durante diez minutos y en ese tiempo ha alcanzado una desnudez conmovedora.
Se han arruinado. Tras diversos acontecimientos adversos y un butrón en el negocio familiar, lo están pasado mal. A las zozobras económicas se suman un cáncer reciente en la mujer, y un derrame cerebral en el hombre que (afortunadamente) no le ha dejado más secuelas que el susto y la consciencia de la fragilidad humana. Las desgracias han sacudido sus cimientos y hecho tambalear la esperanza en el porvenir, mientras la vejez avanza ajena a todo argumentario.
No es una pareja con la que haya convivido especialmente en el pasado. Ni son amigos, ni hemos compartido mucho más que un ¡buenos días! y ¡hasta luego! y -sin embargo- su tristeza me alcanza de lleno porque no se puede ser feliz si a tu lado alguien sufre con un dolor transparente y radicalmente humano. Nada me han pedido, pero ya he pensado cómo contribuir a su momento. Se lo cuento otro día, ahora me siento un poco plof.
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