sábado, 9 de mayo de 2009

Un par de zapatos

Antes de avanzar en la lectura de este post... Por favor -si están en casa- acerquense hasta el armario donde guardan sus zapatos y cuenten los pares. Espero aquí sin moverme hasta que vuelvan. 000000000000000000000000000000000000000000000000000

Vale... ¿Cuántos? Empezaré por mí: dieciséis pares de zapatos si incluyo las chanclas de piscina, las botas de monte, las zapatillas de estar en casa y los de vestir en mejor o peor uso. Es cierto que cuido de maravilla mis complementos. Es cierto que algunos pares tienen... ¿diez años? Es cierto que otros los adquirí a la mitad de su precio en el último coletazo de las mejores rebajas y no es menos cierto que tengo dos pies y ahora mismo dieciséis pares de zapatos. Una sobredosis de opulencia y -acaso-de frivolidad.

Una amiga muy enrollada y controladora de internet me decía ayer que podíamos comprar unas deportivas nuevas de la marca Lacoste por 5 euros en una página de outlet de las muchas que ella controla. Le dije: "No, gracias" al acordarme de la inflación de zapatos de mi armario.

Esta mañana -limpiando el polvo- he conectado con la fotografía de mi abuela situada en la zona más alta y central del salón de mi casa. Ella me regaló los mejores zapatos que tenido en mis cinco décadas de existencia. No era para menos ya que se trataba del regalo "de los Reyes Magos" de una niña de unos... diez años. Increíble pero cierto: a esa edad yo aún creía en Melchor, Gaspar y Baltasar. E increíble pero cierto: aquellos zapatos me fascinaron durante infinitas tardes cuando -merienda en mano- me paraba ante el escaparate de La Palma -en la calle Correo de mi Bilbao natal-. Pegaba la nariz al escaparate y me dejaba fascinar por aquella hebilla lateral, por aquella piel de cocodrilo en tonos marrones y claros... Eran tan caros que resultaban inaccesibles para mi familia.

Ya entonces yo no aceptaba un "No" por respuesta así que busqué la solución escribiendo a los Reyes Magos y eché mi carta en el buzón que instalaban a tal efecto delante de unos grandes almacenes. Les daba todo tipo de detalles para que pudieran encontrarlos: de cocodrilo, en tonos marrones y claros, del 36 y -por supuesto- con hebilla lateral. La verdad es que ellos (a pesar de ser unos impostores -como me enteré unos meses después-) trajeron los zapatos de mis sueños.

No puedo explicar la sensación de verlos sin que mediase el cristal del escaparate, de tocarlos, de saber que eran míos para siempre. Qué decir de la emoción que sentí al calzármelos. ¡Tanta... que los tuve todo el día puestos dentro de casa!

Después... cuando descubrí que lo de los Reyes Magos era un montaje comercial me enteré también de que la abuela Julia había comprado aquellos zapatos. Caros para los años setenta, caros para mi familia y mucho más caros para ella: una pensionista humilde y ahorradora.

Afortunadamente no me creció el pie y pude amortizar aquella super-inversión durante más de tres cursos seguidos correteando los patios mi colegio de monjas. Hoy me he acordado de aquellos zapatos cuyo sentido último trasciende el objeto y su enfoque utilitario. ¿Se dan cuenta...? ¡Cómo voy a querer de igual manera a los dieciséis pares que tengo ahora! Inflación en estado puro. Y frivolidad. No, definitivamente no quiero deportivas Lacoste ¡divinas! a cinco euros en una web de outlet en internet: Ya tengo sobredosis de consumo. ¡Gracias abuela!