Lejos de mi ciudad, en mitad de una densa jornada laboral, he disfrutado de una tratamiento gratuito de belleza en un gran centro comercial. Dos veces al año, mi casa de cosméticos favorita regala a algunas de sus clientas el detalle de un servicio facial especializado y unas muestras de cremas de última generación. Alta cosmética para el cuerpo y el alma con las mejores propiedades de las hierbas, las raíces y los aromas de las plantas: placer en estado puro durante una hora, al mediodía, de la mano de una mujer diminuta, ágil, chispeante y habladora quien -sin saberlo- me ha ofrecido la metáfora del día.
En la estepa rusa crece una rosa que sobrevive al hielo y a la nieve muchos grados bajo cero durante los largos meses del invierno soviético. No sólo se propaga allí, sino en China, Serbia y Ucracia. Pervive en condiciones extremas y diríase que se alimenta del aire o acaso de la inspiración celeste en ausencia de nutrientes esenciales: sol-calor, agua y abono.
De regreso a casa, al filo de las nueve de la noche, exhausta, con varias de historias en mi cabeza, fotogramas desgarrados de empresas y profesionales que plantan cara a la barbarie, al desplome financiero, al despido y a las sombras que amenazan con engullir los sueños, me he acordado de la Rhodiola Rose, la planta de la estepa que sobrevive solitaria en mitad de la nada. Yo misma, a ratos, me siento una Rhodiola.
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