Una oleada de risas se ha expandido esta mañana por la ciudad. Al filo de las nueve, algunos niños (con batas de cuadritos azules y rosas agarrados a la mano del abuelo) daban tres saltitos en el aire por cada paso del adulto. Media hora más tarde, en el instituto del barrio, una explosión de voces-grillo altísimas obligaban al transeúnte a volver la cabeza hacia un grupo de adolescentes hormonales que reían al borde de la frivolidad. A las diez -siguiendo con fidelidad el plan previsto para la jornada- estaba en la piscina donde un grupo de mujeres cumplía con el ritual del auto-cuidado. De repente una de ellas situada a mi izquierda ha comenzado a reírse de una manera contagiosa... enseguida todas las compañeras reíamos también porque la mujer (que ya estaba vestida) acababa de descubrir ¡que no se había puesto ropa interior! y ese hecho banal que acaso en otro momento de su existencia le hubiera desquiciado, en la atalaya de sus 72 años lo vivía como una anécdota divertida. El vestuario suele estar lleno de practicantes de deportes de riesgo: paseo playero, natación a ritmo de principiante, gimnasio y risas casi inmotivadas.
Por la tarde la brisa ha empujado las carcajadas hasta el último rincón de la ciudad. Incluso los ciclistas silbaban a su paso por el sendero rojo preferencial de bicicletas. Después he desconectado seis horas del pulso de la urbe, y al salir del despacho -ya de noche- no he hallado ni rastro del cascabel risueño.
Ya en casa a última hora del día, me he parado a revisar las nimiedades del vivir, descubriendo que han quedado fuera de mis observaciones las personas de edades comprendidas entre los 25 y los 55 años, y más concretamente entre los 35 y los 55 -lo que los sociólogos de antaño denominaban la "mediana edad"- y me ha dado por pensar si acaso se reirán menos porque cargan con el peso de las hipotecas, porque algunos han perdido el empleo (*) y porque a otros no les alcanza para hacerse un implante dental cuyo coste supera los dos mil euros.
Es como si el remolino de la risa centrifugase sólo a quienes están fuera del combate productivo: niños, adolescentes y ancianos. ¡Qué idea tan inquietante! ¿No les parece?
(*) En España en febrero 2011 el paro alcanza a 4,7 millones de personas.
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