La paleta de Antonio López incluye la perfección. Al verle en movimiento -frente a su caballete en plaza del Sol (Madrid) cubierto con una visera roja de propaganda, en bermudas, y junto a una modesta silla plegable- descubro cuánto ama el trabajo que realiza, lo mucho que se exige, la persistencia en el empeño hasta alcanzar el matiz preciso del ángulo y de la luz. Intuyo también de dónde emerge su fuerza.
Son muchas las gafas con las que amanece el porvenir: de lejos, cerca, de sol, de pasta, metálicas, bifocales, e incluso unas que descubrí el mismo día que me enamoré de la perfección de Antonio: unas gafas que evitan el llanto mientras cortas la cebolla. En la ferrería me informaron de su precio: tres euros, pero no especificaron si evitan la llantina por causas ajenas a las herbáceas.
Esa noche vi la luna llena y naranja sobre el horizonte azul de la bahía. A igual que otros muchos paseantes creí la quimera de que su bello reflejo en el inmenso mar me seguía con la fidelidad de un perro.
Todo depende de la perspectiva de la mirada (del pintor Antonio López), del color emocional de las gafas con las que se contemplen lugares y personas, y de la creíble fantasía de que la luna se rinde a tus pies cuando tan sólo sigue las órdenes rítmicas y exactas de la tierra en su vaivén de rotación.
La antológica de López en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, las gafas en la ferretería de Indauchu, el masaje en Nivel 3 y la comida en el restaurante Lu´um completan la miscelánea de una jornada hedonista, de un homenaje, de un día fuera del tiempo, de la prisa, de los quehaceres domésticos y del trabajo en el despacho. Un día en el nirvana que no es un lugar sino un estado.
En la sauna, el baño turco, y el jacuzzi me re-encontré con una mujer muy parecida a mi que tenía cuerpo. Entre sola y salimos juntas prometiendo quedar más a menudo. Me hizo bien la sensación de calor, el sudor, los chorros de agua fría en la ducha, las burbujas en medio de las cuales sólo veía a ratos los dedos pulgares de mis pies. La otra fue apoderándose de mis sensaciones hasta coparlo todo: el tacto, el olfato, la azulada vista del techo... Cuando llegué donde Ánder (el masajista) ya flotábamos en una nube de bienestar. Al salir yo media dos centímetros más. Palabra.
One day off cunde mucho. Anclada en mi nuevo cuerpo me propongo embotellar el nirvana para alcanzar la perfección, ahora que he comprobado su existencia en la paleta de Antonio López. Y el secreto: su recia fuerza castellana emerge de su mujer, su hija María, y su nieta Carmen.
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