En el año 2011 tuve el honor de entrenar a una decena de investigadores catalanes algunos de los cuales también eran científicos. Aprendí mucho de ellos, con ellos. Y a pesar de los amargos baches que transitamos, sus privilegiados cerebros contenían altas dosis de humor con riesgo de malformación hacia el corrosivo sarcasmo, esa mutación que como un cáncer puede devorar a los mejores, cuando la vida golpea.
Dado que se trataba de la cúpula directiva de una prestigiosa organización, habían sido contratados por su excelencia investigadora, trayectoria profesional, registro de patentes, y publicaciones en papers del máximo prestigio internacional. Con el paso de los años y la meritocracia interna habían ido ascendiendo en la jerarquía hasta convertirse en directores de unidad lo que en la práctica significaba investigar, publicar y patentar cada vez menos para entregarse en cuerpo y alma a la gestión.
Gestionar fue un verbo que escuché tanto -y con tanta amargura- que llegué a odiarlo porque -según narraban- se trataba básicamente de introducir datos en los programas informáticos tan necesarios como tiránicos en sus mecanismos de control. Pienso que hubiese bastado un escuadrón de administrativos para hacer el seguimiento de los proyectos... pero no... ahí estaba mi decena de investigadores y científicos de élite atrapados en una maraña de tediosos procesos burocráticos.
Gestionar fue un verbo que escuché tanto -y con tanta amargura- que llegué a odiarlo porque -según narraban- se trataba básicamente de introducir datos en los programas informáticos tan necesarios como tiránicos en sus mecanismos de control. Pienso que hubiese bastado un escuadrón de administrativos para hacer el seguimiento de los proyectos... pero no... ahí estaba mi decena de investigadores y científicos de élite atrapados en una maraña de tediosos procesos burocráticos.
Mi relación con los investigadores continúa a través del correo electrónico, las redes sociales, las conversaciones telefónicas y algún que otro Skype cuando la agenda lo permite. En las últimas semanas han mantenido cierto debate entorno a Izpisúa y su dimisión al frente del Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona, algo que les pilla geográficamente cercano y anímicamente en el core de sus pasiones ¡la ciencia!
Según cuentan, Izpisúa proviene de una modesta familia de Albacete y si pudo estudiar fue a base de trabajar desde los nueve años recogiendo almendras como temporero, vendiendo trozos de turrón duro y tocando la guitarra para los turistas en Benidorm. Algunos políticos le acusan de una mediocre gestión y le consideran un tránsfuga, alguien que ha cruzado de una orilla social a otra apalancando exclusivamente sobre su talento.
¡Ya estamos otra vez con la gestión! Me demoro pensando en ello y me conecto a una historia personal: cuando tras pronunciar una conferencia para el IE Business School, uno de mis mentores dijo ante un centenar de personas que yo era "una kamikaze" por mi trayectoria profesional y mi manera de encarar la vida y los negocios... Conozco la exacta definición de kamikaze y de tránsfuga así como la de arribista que también colocan algunos a Juan Carlos Izpisúa. El caso es que si tienes cierto talento, provienes de una familia pobre, y no te rindes ante tu destino, ¿queda alguna alternativa a ser un kamikaze centrado casi en exclusiva en tu pasión?
Buscar y hallar un lugar a salvo de la martilleante "gestión" ha llevado al hasta hace unos días director del CMRB al refugio del Salk Institute (USA), "un lugar donde ser premio Nobel sirve de muy poco si tu trabajo no sigue cada año en la cima científica mundial". Pero la máxima exigencia profesional no asusta a un hombre nacido en la pobreza, lleno de tesón y lucidez, y que sonrie con el entusiasmo del niño que no pudo ser ante el inminente encuentro en Tokio con Shinya Yamanaka, un premio Nobel también enamorado de la ciencia. ¿Saben algo? Hoy adquiere para mi mayor sentido la expresión kamikaze que no en vano proviene del idioma japonés.
No hay comentarios:
Publicar un comentario