sábado, 22 de febrero de 2014

En el epicentro del nirvana


Inicio una etapa en la que me propongo combinar algunos artículos largos -de elaborado contenido vinculado a mi trabajo- con otros más ligeros -vinculados a mi vida-. Y aún cuando no soy partidaria de la fragmentación de la existencia en "cajitas" -siendo todo lo que experimento de igual trascendencia para mi- deseo clarificarlo.


He dedicado la mitad del sábado a la montaña, donde me siento en el epicentro del nirvanaLa primera fotografía muestra mi conexión con el musgo que desafía al pedregal -último residuo de una antigua vía ferroviaria-.


Hemos recorrido catorce kilómetros por sendas sin huellas donde los tres pájaros negros que anuncian la presencia de Sun Bu´er han acompañado la magia del paisaje provocando un sobrecogimiento difícil de explicar.

Mirando a mi compañero de juegos de los últimos cuarenta años no he podido evitar pensar: no envejezcas, no enfermes, no te mueras, mientras me iba quedando rezagada y él -en la fotografía al fondo del camino- avanzaba con la vara y el paso firme.

Le he alcanzado en la cima del repecho donde saliendo del silencio ha vertido dos de esas frases que sólo adquieren sentido para viajeros de largo recorrido: -Algunos árboles tienen una increíble energía espiritual. Silencio. Quince minutos de paseo a la orilla del río y allí (de nuevo emergiendo de la nada) ha retomado su monólogo interior:- Cuando el maestro está listo, el alumno aparece...  Será al revés -he contestado yo. No, no -ha insistido él-: cuando el maestro está listo, el alumno aparece y sus palabras han formado remolinos en el riachuelo que fluía rápido en aquella zona:

  
Se ha hecho tarde y estábamos muuuy lejos de casa: había que regresar dejando atrás los pájaros negros de Sun Bu´er, algún buitre leonado en el azul cielo, el silencio sobrecogedor, la espiritualidad de algunos árboles y el  riachuelo cantarín. Después del piscolabis  campestre, ya en el coche, Radio Clásica  ha hecho sonar en exclusiva para nosotros algunas composiciones de Mozart para flauta y piano. Y el día ha sido redondo, como un inofensivo movimiento sísmico en el epicentro del nirvana.


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