En el aeropuerto de Heathtrow -con dos horas de espera por delante en la terminal tres- escribo antes de embarcar por la puerta 9 con destino al aeropuerto de Loiu (Bilbao, Vizcaya).
Vuelvo a casa tras visitar a mi hija en Londres, una ciudad tan fascinante como rápida, competitiva e hiper-poblada (más de ocho millones de habitantes) ¡menos mal que ella sabe crear un hogar en cualquier rincón del planeta!
Coqueteo con algunos temas sobre los que me apetece escribir y dudo entre el comentario de un libro apasionante que llevo en el equipaje de mano escrito por Seán Gaffney entorno al mundo de los equipos, u otro tema sobre el que ya tengo escritas unas pinceladas en el cuaderno de viaje. Finalmente opto por el anecdotario personal.
Frágil. Hace dos días tuve una experiencia en la que me sentí frágil en el sentido que refiere Brené Brown en su libro homónimo subtitulado: El poder de la vulnerabilidad. Esta es la historia:
Como una moto agripada, de vez en cuando, pego un petardazo motivado por expectativas insatisfechas o impotencia ante circunstancias que escapan a mi control. El estallido sonoro alcanza a mi entorno cercano que no siempre tiene algo que ver con la explosión, si bien las consecuencias les alcanzan al punto que me pregunto si dejarán en ellos una huella permanente sobre mi incompetencia en la gestión de los humores.
Digámoslo con simplicidad: provocan dolor sin por ello remediar ningún desasosiego ¡pura bobada! y, sin embargo, ocurre en los escenarios más insospechados, por ejemplo, en Londres.
¿Cuáles son las expectativas insatisfechas? Equilibrar el placer y el deber. Sentir que cualquier rincón del mundo es accesible para mi. Sentir que pertenezco al género humano, clase social, tribu, club, gueto o barrio en el que esté. Y que se puedan explorar nuevos horizontes. En fin, que la vieja moto que soy implosiona ante las limitaciones impuestas que carecen de lógica ¡mi lógica, claro! y ahí comienza otro infinito argumental. Recompensa + Infinitud + Pertenencia + Inclusión + Aventura... son pulsiones poderosas en mi, sobre todo en vacaciones.
La historia es que el domingo por la tarde Harrods estaba colapsado de personas al punto de que no era posible conseguir un taburete ni en el corner del caviar; mucho menos en la cafetería, zona de té, ni en la heladería. En fin, que entre el calor de la tienda, la multitud, mi cansancio, las ganas de sentarme un rato a leer el libro de Seán Gaffney y de tomar algo rico -junto a la imposibilidad de hacerlo- ¡plof! implosión de moto agripada.
Al final, tenían razón los maestros budistas: donde no hay deseo ¡no hay dolor! pero donde hay deseo (expectativas)... Llaman a embarque, pongo el móvil en modo avión pero antes repaso la última fotografía tomada esta mañana en Gordon Road, donde ha salido a despedirme mi ardilla favorita:
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