No corro. No compito. Quizá no lo haya hecho nunca, así que ahora -que soy anciana- ¿qué sentido tendría hacerlo?
Hace unos meses un joven tiburón -propietario de una empresa en expansión- quiso contratar mis servicios ofreciéndome una tarifa por debajo de los estándares de mi despacho. Profundicé en la propuesta matizando el contenido, complejidad, alcance y evidencias de calidad que literalmente desoyó mirándome como las vacas al tren o -lo que es lo mismo- practicando las implacables técnicas "niebla y disco rayado" que yo misma enseño en mis cursos de asertividad.
Después de tres-cuatro vueltas de disco rayado que fui contrarestando con argumentos radicalmente profesionales (técnicos) sacó lo que consideraba un as de la manga y me dijo: "Tu competencia trabaja con una tarifa inferior y es lo que estoy dispuesto a contratar", a lo que yo serena y amablemente respondí: "Es que yo ¡no compito!".
Aquella tarde el tiburón dio un coletazo malhumorado y dijo que ya retomaríamos la conversación -como de hecho hicimos, y la historia terminó con un contrato de colaboracón-.
No compito y no corro ¿para qué? Les cuento: mi habitación da al mar así que -tras sonar el despertador y desperezarnos- mi pareja y yo nos asomamos para descubrir si hay bajamar o pleamar y para ver el cielo que en invierno es de un tono negro-noche-atisbo de amanecer.
Hace unos días él se levantó antes y sugirió que me acercará al ventanal. Cuando lo hice, señaló la luna delgada como un hilo y añadió: menos mal que está a punto de comerse la estrella y mañana estará más gordita...
Mi pareja tiene sesenta años -de los que cuarenta hemos vivido el uno en la sombra del otro- y es un hombre serio-austero así que el comentario sobre la luna que engorda a base de comer estrellas me alcanzó el costado con una punzada de ternura. Dado que no corremos, estuvimos contemplando el cielo (que comenzaba a clarear) mientras la luna olisqueaba la apetitosa estrella... Miguitas de ternura.
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