domingo, 23 de diciembre de 2018

Enfermar -acaso morir- de soledad.



La soledad aumenta el riesgo de morir, según la Universidad de Stanford, porque es el detonante de enfermedades como la hipertensión, la demencia, los ataques cardíacos o la depresión. Leyendo el informe de la prestigiosa institución norteamericana me acuerdo de Peggy, una mujer de 90 años que vive sola en un segundo piso cuyas escaleras no puede bajar desde el 2003.

¿Quién es Peggy? Una anciana que vive en Matock Lane (Londres) desde hace medio siglo cuando se mudó con su esposo al bello ático con vistas al parque donde los periquitos alegran el invierno. El piso de Peggy y el de mi hija están adosados y sé de su existencia por un cúmulo de anécdotas irrelevantes.




Como Peggy, también mi madre vive sola en un apartamento de la Costa Mediterránea y mi mejor amigo se ha quedado viudo hace tres meses.

Pandemia del siglo XXI, así es como llaman a la soledad los expertos de la London School of Economics quienes ofrecen una única receta para mitigar sus devastadores efectos: ¡contacto! ¿contacto? ¡contacto! Mantener conversaciones enriquecedoras regularmente con otras personas, conectar con otros en cuestiones simples como arreglar el cubo de la basura orgánica -para que el zorro del parque no esparza los desperdicios- se tornan gestos-salvavidas para la soledad.

En Japón, la pandemia del siglo XXI se cobra 4.000 muertes a la semana. En España, un 25% de los hogares tienen un solo habitante. Los expertos en econometría se ocupan del impacto del fenómeno en las arcas públicas. Yo apuesto por la receta de la London School of Economics e incluyo a Peggy en mis visitas londinenses porque un ramo de flores y un café aportan más vida que una transfusión sanguínea. Peggy corrige mi fonética británica y ha conseguido que el ayuntamiento de Ealing repare el contenedor. Conectar entre humanos es bello y curativo ¡para todos!


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