lunes, 5 de agosto de 2019

Escribir sin censor ni corrector



Relato de verano. El cormorán llega, se sumerge entre las rocas que deja el puntal en bajamar, sacude sus alas en lo que parece ser un saludo y se centra en la tarea de pescar en la que se juega la supervivencia. Es muy eficaz y captura dos pececillos en el rato que me tomo un café solo en el pretil del Peine del Viento, en mi querida San Sebastián. Calculo que demoro diez minutos, doce si está muy caliente.




Este lugar es la representación de la libertad. Cada mañana bajo las escaleras obviando el cartel de prohibido-precaución y me sumerjo en el Cantábrico hasta que siento frío y regreso a las rocas de acantilado donde es fácil resbalar a la mínima distracción. Como lo hago todos los días he perdido el miedo y me muevo con cierta agilidad -aunque a años luz del cormorán-. La libertad que siento es la de estar sola en un lugar algo inhóspito en completa comunión con el salitre, el aire, las rocas y las decenas, cientos, miles de cangrejos que viven aquí. Realmente nada de lo que pueda escribir transmite algo de la vigorosa sensación que aporta el mar, la mar que dicen los arrantzales (pescadores vascos).



Por la tarde persisto en mis prácticas de escritura automática: veinte minutos a chorro (sin censor ni corrector) cuyo objetivo es limpiar, limpiar, limpiar mi interior; volcar, volcar, volcar pensamientos primarios y soltar la mano antes de construir la estructura de un libro al que quiero dedicar algunas horas este año (septiembre 2019-septiembre 2020).

Soltar la mano es otorgarse la libertad del cormorán que no rinde pleitesía a nada, a nadie, que no se atiene sino a las normas primigenias de la existencia, que se centra en la tarea con el refinamiento de un maestro zen y que no necesita nada para estar en sintonía con el universo del que yo misma formo parte. Veinte minutos con la mano en movimiento, letra prieta y abigarradas frases sin punto y aparte en un cuaderno hecho en India para una empresa con sede en Nueva York www.galison.com  cuya tapa de tela es muy agradable al tacto. No quiero que se me acabe antes de un mes y a este paso ¡no me alcanzará!

La influencia de Natalie Goldberg en mi escritura es una invisible, dulce y alentadora huella que me alimenta desde que la descubrí en algún momento anterior al 2012, cuando leí por quinta vez El gozo de escribir. La décima lectura (agosto de 2019) sigue nutriendo mi alma con la frescura de quien comparte su verdad sin pretensiones: la desnuda, ruda y bella verdad de quien tiene algo que contar sin pedir nada a cambio salvo un poco de respeto por "El gozo de escribir", un libro que recomiendo. 


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