¿Qué clase de locura nos hace soñar con minutos de noventa segundos? ¿Qué razones hay para pensar que somos mejores profesionales / padres / compañeros / personas cuanto más corramos de un lado a otro como pollo sin cabeza? ¿De qué color es la perversa adrenalina que nos empuja fuera del límite de la cordura? En una palabra, ¿por qué queremos estirar el tiempo como un chicle o una goma elástica más allá del límite para el que fuimos creados?
Me contratan para que algunos directivos mejoren la gestión del tiempo. Asumo el desafío que (en mi opinión) no consiste en gestionar tiempo, sino en listar tareas y priorizarlas de acuerdo a unos parámetros que no siempre han clarificado los directivos del primer nivel y -por lo tanto- tampoco pueden precisar el resto de los profesionales en plantilla.
El trabajo comienza ahí: qué, por qué, para qué... Después ordenar/priorizar. Más tarde aplicar autodisciplina, orillar los "ladrones de tiempo", ser muy eficiente con el correo electrónico, usar brevemente el teléfono, mantener el foco en lo importante y la lucidez en atender aquellas urgencias que realmente lo merezcan (de nuevo se hace imprescindible la clarificación del criterio).
No quiero contribuir a que las personas sigan estirando la goma elástica de sus vidas, ni a que corran más en la rueda del hámster. Todo lo contrario: me gusta pensar que acompaño procesos que mejoran la calidad de vida de los profesionales lo que con frecuencia lleva a aligerar la mochila prescindiendo de algunos pedruscos que no aportan. En definitiva: por más impertinentes que nos pongamos, un minuto tiene sesenta segundos. Ni uno más.
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