sábado, 2 de octubre de 2010

¿Príncipe o Sapo?

Todas las mujeres nos hemos propuesto, alguna vez, convertir un sapo en un príncipe. De veras. Así de tercas somos, a ratos, las mujeres. Los manuales de psicología humanista, las estanterías con libros de autoayuda, y los filósofos de todos los tiempos, afirman que no se cambia a nadie que no quiera ser cambiado.

Un poco como en mi trabajo: imposible propiciar el cambio, si el alma entera de la persona no está ahí. -Vean la foto en el álbum porque merece la pena: fue tomada el pasado fin de semana en Amberes (corazón de Bélgica) ciudad con casi medio millón de habitantes y una larga tradición de maestros chocolateros-.

La mujer de la foto aún cree en el amor ¿aún? Humm suena raro. El caso es que cree en el amor: con o sin pareja, con o sin vicaría, con o sin niños, con o sin papeles... Cree en la vida y en el Amor con mayúscula y por eso mima a la niña interior que ella (como usted y como yo) lleva dentro. A la niña interior le gustan el chocolate, los calcetines gorditos de felpa, los zumos naturales, las bicicletas, la ternura, las cometas, los cielos rojos capturados a las seis de la mañana de un sábado con planes... La niña interior juega para no envejecer, cree para no morir y crea hasta el infinito.

Me pregunto si el principe no terminó convertido en sapo por alguna trastada del destino, algún conjuro o traición; y si acaso el sapo no volverá a ser principe si le amamos. Otra vez la misma idea recurrente: el juego interior, el poder de la fe, el inner game, mi mentor ¡Sir John Whitmore! El mago blanco me acompaña todo el tiempo, como una permanente clave de sol.

¿Y la chica? Feliz, como una lómbriz: princesa en sí misma, como enseña Shinoda Bolen, analista junguiana, mi maestra en el arte de vivir.

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