El lunes estuve hablando con él. Tras las gafas había unos preciosos ojos azules, listos y calibradores propios de las personas que llevan media vida en la barra de un restaurante con prestigio. Yo disfrutaba de una generosa ración de sus famosas tortillas de patata con pimiento y de un tragüito de tinto de cosechero. Eran las doce del mediodía de una jornada que yo había comenzado en el despacho a las siete de la mañana. En un momento me dijo: ¡¡Hay hambre, eh? A lo que le contesté: es que he desayunado muy temprano, Alfonso.
Era el que mejor hacía las patatas panaderas, los pimientos del piquillo y los pescados en todas sus modalidades. Desde 1960 había sabido cultivar una clientela fiel y adinerada que hacía triple cola los viernes en la barra del Hikamika para tomarse una copita y un pastel de pescado o una "ropa vieja" algo que seguirá haciendo su equipo porque él se ha ido para no volver.
Mi homenaje de hoy es para Alfonso. Trabajó mucho, supo generar un cierto éxito hostelero y ya no está. Guardo silencio y pienso: Tenemos el derecho y el deber de ser felices mientras gocemos del privilegio de estar vivos.
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