viernes, 13 de mayo de 2011

La inmanencia de la Roca

Cuando el huracanado viento existencial amenaza con destruir todo lo que amo, me convierto en una roca. No es la primera vez de mi existencia, y temo no sea tampoco la última.

Algunos piensan que las rocas no sienten. Ahora bien, si contemplamos una playa cercana a mi casa -situada en la vertical del monte Igueldo San Sebastián, configurada sólo por rocas redondas de infinitos tamaños, colores y texturas- comprenderemos que sienten el frío o el calor, las embestidas del agua y el salitre, las caricias del musgo y las algas… Y porque sienten el choque contra la realidad y sus mareas, redondean sus aristas hasta convertirse en la preciosa piedra que tengo sobre la mesa del despacho: ovalada, suave, armónica y ¡compacta!

Transformarse en roca significa permanecer cuando la marea sube… cuando la marea baja… cuando hay pescaditos y cuando muerde el hambre, en compañía y soledad, noche y día, estable en el ser, lo único inmanente.

La fortaleza de la roca ante los cambios está hecha de constancia, serenidad, silencio y escucha que van suavizando los afilados cantos juveniles ¿inmaduros? Hoy, soy una roca en medio del Cantábrico al servicio de tempestades propias y ajenas.

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