Cuando el huracanado viento existencial amenaza con destruir todo lo que amo, me convierto en una roca. No es la primera vez de mi existencia, y temo no sea tampoco la última.
Algunos piensan que las rocas no sienten. Ahora bien, si contemplamos una playa cercana a mi casa -situada en la vertical del monte Igueldo San Sebastián, configurada sólo por rocas redondas de infinitos tamaños, colores y texturas- comprenderemos que sienten el frío o el calor, las embestidas del agua y el salitre, las caricias del musgo y las algas… Y porque sienten el choque contra la realidad y sus mareas, redondean sus aristas hasta convertirse en la preciosa piedra que tengo sobre la mesa del despacho: ovalada, suave, armónica y ¡compacta!
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