Seis meses de mareas sin pisar tierra firme desequilibraban las emociones del capitán, por lo demás estables como un atolón; y aunque llevaba más de dos décadas al frente del navío, cada temporada descubría rincones nuevos para el destello hiriente de la soledad, más afilado durante la noche.
En su quincuagésimo octavo cumpleaños la jornada transcurrió monótona en su trasiego laboral; la pesca se estaba dando bien así que podrían regresar a casa con un mes de antelación sobre la fecha prevista: el buque se aproximaba peligrosamente a la línea de Plimhall por el peso del tonelaje de bacalao fresco y congelado que traerían a La Coruña desde el lejano mar de Noruega, cerca del cabo Norte.
Minutos antes de la medianoche el capitán subió a cubierta, con parsimonia extrajo el aromático tabaco Dunhill -que a ella tanto le gustaba-, y a cámara lenta se preparó una pipa a la que siguieron otras dos. El viento sopló suavemente primero, y después con vehemencia: la tormenta se cernió sobre al barco mientras el oleaje sacudía el buque como si fuera el cascarón hueco de una nuez. Apenas acaba de iniciar su segunda pipa por lo que permaneció en cubierta contemplando el reflejo de los relámpagos sobre el mar. Imaginó que los destellos eléctricos eran una fiesta en altamar, ¿acaso una fiesta de cumpleaños? Se quedó contemplando el espectáculo y por segunda vez en la misma noche se acordó de ella. Aunque no solía permitirse la nostalgia, esta noche algo tiraba de él hacia el pasado cuando se conocieron comiendo chocolate a la taza con galletas maría un poco revenidas. El padre de ella (un tanto soñador) lanzaba cohetes al cielo para celebrar su séptimo cumpleaños, minucia que de otro modo hubiera pasado desapercibida. Cuando la niña se hizo mujer, juntos trazaron un destino.
Dejó de llover, se apagaron los fuegos de artificio, el chisporreteo, la reverberación de los relámpagos entre las nubes y su reflejo marino. Cincuenta y ocho años. ¡Larga vida al capitán! -Sí, al día siguiente, pondrían rumbo a casa-.
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