sábado, 8 de diciembre de 2012

Cien espectadores y una ballena en bajamar

Varada tras el último naufragio es el título de una novela de Esther Tusquets que leí con fruición en los ochenta, poco después de su publicación. Bien escrita por la experta editora, aludía a las crisis existenciales que nos sacuden en el oleaje del vivir, y que en el argumentario de sus obras con frecuencia se ceban en las mujeres, sus amores y proyectos (durante cuarenta años dirigió la editorial Lumen).


Hoy me he acordado de ese título, Varada tras el último naufragio, ya que -en espera de las expertas explicaciones de mi amigo Adolfo (oceanógrafo)- desconozco el error de cálculo que ha hecho varar en la bahía de La Concha a una ballena cuyos últimos suspiros de vida he podido contemplar en mi paseo matinal. El animal -de unos dieciséis metros de largo, con el lomo oscuro, casi negro, y la panza algo más clara- daba serenos coletazos esperando que el mar le rescatase una vez más con su marea. Pero no ha tenido suerte ya que estábamos en fase de bajamar.

Aunque no es la primera ocasión -ni será la última- en la que un cetáceo de estas dimensiones acaba varado en la límpida arena de nuestra costa, el espectáculo ha concentrado sobre la barandilla del paseo a cientos de personas ansiosas por registrar en sus cámaras y móvil la imagen del pobre animal atrapado entre la vida y la muerte por un despiste. Nadie parecía darse cuenta de que el rorcual se despedía con su enorme cola en un lastimero y último intento de que alguien le ayudase a retomar su destino.


Al mediodía he pasado por el mismo lugar y allí permanecía la ballena tras haber fallecido con cetácea dignidad ante curiosos y policías  que no han movido una pestaña por salvar al animal. Diríase que su actitud era la de espectadores sentados en el sofá de casa contemplando un reportaje del National Geographic. El rorcual estaba exhausto, delgado, confuso y aturdido ¿y nosotros? anestesiados por completo, incapaces de reaccionar ante el dolor de un animal que con serena actitud y sin aspavientos transitaba entre la vida y la muerte, un día festivo cualquiera, en la playa de La Concha (San Sebastián).

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