Me duele el asunto de matar árboles ¡qué quieren que les diga! acostumbrada como estoy a pasear a diario entre ellos como un ejército de amigos fieles a la cita vespertina o mañanera. Incluso en la terraza del despacho se alzan irreverentes contra el cemento y la incomprensión de los vecinos que nunca antes contaron con la inquilina ecologista (o eso dicen): un acer japonés -el favorito de los visitantes- un eucalipto que me regaló Andrés, dos robles americanos cuyas bellotas me trajo Virginia de Manhattan, el tejo que me obsequió Eli, las dos encinas de Burgos, la azalea, los helechos, las begonias, los ficus benjamines y la trepadora que no es mía pero se inclina desde la terraza de al lado tirando todas las púas hacia mí. Sin duda busca compañía y la encuentra.
Creo que yo moriría sin plantas y sin libros y hace algunas semanas me divirtió descubrir que algunas escritoras de otro tiempo cultivaban no solo el llamado "jardín interior" (sus pensamientos, reflexiones, ensayos y artículos) sino también preciosos parterres exteriores que, a su muerte, alguien cuida y muestra con primor previo pago de la cuota de entrada para visitantes. Algo tienen en común libros y plantas: una magia que se desarrolla a partir de un pretexto inicial y que después crece con voz propia. Como los textos del post: pocas veces sé dónde desembocarán y - aún sabiéndolo- me desconciertan con sus meandros. Libros, plantas e hijos: enigmáticas criaturas donde las halla. Todos somos deudores de la vida y llegamos hasta aquí utilizando el cauce de un hombre y una mujer -a los que llamamos padres- que nos enseñan diferencias y similitudes entre las plantas, los libros y los humanos sobre un fondo de vida común, un latido que escapa en su totalidad a la comprensión consciente. Magia.
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