domingo, 5 de marzo de 2017

La difícil práctica del desapego



La vulnerabilidad es un estado que alcanzo con dificultad en contadas ocasiones, casi siempre cuando está mi hija -con quien no vivo desde que se independizó y voló a Alemania, Holanda, Francia y Noruega-. Ahora trabaja en Londres, donde le visito cada seis-ocho semanas. Es un excelente pretexto para cambiar el "chip" laboral en el que me focalizo como un láser. También tiene el aliciente de descubrir nuevos rincones de una ciudad que alberga más de ocho millones de habitantes y que tiene todo (y más) de lo que se pueda imaginar. Finalmente viajar a Londres mantiene alerta mi agilidad mental con el idioma de Shakespeare y con los cambiantes rituales burocráticos del aeropuerto de Heathrow.


  

La vulnerabilidad emerge tras espacios de sosiego y belleza que se producen con especial intensidad lejos de la exigencia de algunos proyectos en los que trabajo.

La vulnerabilidad es dulce y emerge desde un lugar fuera del control remoto de mi mente y -por lo tanto- me desconcierta. Si mantengo la atención centrada en el proceso (desconexión laboral, sosiego e inmersión en la belleza) asoma un atisbo de nostalgia en tantas direcciones que me veo obligada a sujetar el caballo de mi mente con la brida de la voluntad.

Normalmente consigo volver a la cordura y me tranquiliza recordar que ya he vivido otras veces el vaivén control-vulnerabilidad-control, aunque nunca hay dos procesos idénticos. Con el paso del tiempo la curvatura baja del vaivén es más profunda del lado de la nostalgia, digamos que me cuesta más desapegarme de mi hija, sus inquietudes y su casa en la que siempre hay flores.




De todas las ciudades del mundo moderno, ninguna puede igualarse a Londres por su enorme, diversa y prolongada acumulación de experiencias humanas. Charles Dickens.


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