El principal riesgo laboral es no
tener trabajo porque a la fragilidad económica se suma el riesgo de exclusión
social sensación tan dolorosa como un cólico. El segundo
riesgo laboral que afrontamos en el siglo XXI es el miedo a la pérdida del
empleo -especialmente superados los cincuenta años cuando la probabilidad de
ser contratado desaparece de la estadística-. Ambas reflexiones empujan a los
trabajadores a prolongar las jornadas laborales en un frenético
y acelerado esfuerzo por colmar las expectativas de jefes sometidos a
la presión de la propiedad obsesionada por el incremento del Ebitda.
Las semanas de sesenta horas
laborales son habituales en muchos sectores industriales y la sensación
cotidiana en el trabajo se asemeja a subir el Himalaya sin sherpas ni oxígeno.
La situación se torna insostenible en la llamada “sociedad del cansancio” sobre
la que ha escrito reiteradamente el filósofo y ensayista surcoreano Byung-Chul.
Resulta urgente repensar nuestra
existencia dando paso a nuevas maneras de vivir y trabajar, acaso retornando al espíritu de la aldea: ese lugar en el que las personas se conocen y respetan, se apoyan y
sostienen y (en definitiva) son capaces de soñar un futuro mejor y para todos.
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