Tengo manías, lo reconozco. Cuando me despierto, conecto conmigo misma y me pregunto ¿cómo estás, Azucena? y hago un repaso rápido: ¿dolorcillos, molestias, tensiones? Primer chequeo, físico. ¿Y de moral? ¿Mustia, contenta, tranquila, pánfila, enérgica, gladiadora? Segundo chequeo, emocional. Como aún no vivo en un monasterio zen, para entonces ya hay movimiento en la casa, digamos que la sección de desayunos se ha puesto en marcha, quizá la lavadora espere que la programe, la ducha y la ropa están preparadas y la agenda abre sus fauces y amenaza con comerse todo el tiempo a la menor distracción. Entonces, una vez chequeado mi estado físico y emocional, me hago una tercera y última pregunta -mientras me dirijo a la toilette- ¿Qué harás Azucena? Y decido un par de acciones que equilibren, completen o contrarresten lo que he descubierto. Por ejemplo, si he detectado sueño puedo decidir una siesta o acostarme a las 10.30 p.m.; y si he detectado un dolorcillo en la espalda pensaré en llamar al masajista, ir a la piscina, o hacer unos estiramientos.
Esta mañana, al transitar por este rápido y maniático ritual de las tres preguntas: cómo estás, cómo te sientes y qué harás, la respuesta ha sido: intro... ¿intro? Sí, como la tecla del ordenador. Digamos que un poco magullada físicamente, con humor perruno y ninguna gana de intercambiar palabra con humanos. Intro: hacia dentro.
Después el día se ha recolocado a base de voluntad. Ya saben lo que ha demostrado la Universidad de Minnesota, que la felicidad tiene una composición exacta: el 50% es genético, el 10% circunstancial y el 40% restante depende de uno mismo, de cómo reacciona a lo que ocurre. Digamos que es nuestro cotidiano margen de maniobrabilidad, ¡y no es poco! Silencio. Beep. Intro.
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