domingo, 28 de agosto de 2011

El violinista camaleón


Érase una vez un camaleón que abandonó el seguro cobijo familiar del paisito y en busca de aventura -acaso de un destino- se encaminó al norte del norte: Rotterdam, donde había una extensa comunidad de camaleones de los más exóticos colores que provenían de todos los rincones del planeta.

Nuestro joven camaleón portaba un camuflaje verde-menta muy eficaz en el País Vasco, pero escandalosamente llamativo en el gris plomizo del puente Erasmus, del cielo holandés y del termómetro. ¡Gélido para un réptil! Las dificultades de adaptación lejos de amedrentarle fortalecieron su cuerpo y espíritu que se tornaron de un gris-verduzco idéntico a los ojos de su abuelo.

Siendo un intrépido camaleón con talento aspiraba a terminar con nota el segundo máster de su especialidad -ya tenía otro cum laude fechado en Stuttgart-. Y como vivir en soledad durante dos años en una ciudad gris da para muchas horas de reflexión con la calefacción a tope y doble calcetín, cuando tuvo que elegir un tema para su tesis no sintió la más mínima duda, ni pudor: hablaría de sí mismo, del violinista camaleónico.

Todo estaría milimetrado cuando se presentase ante el severo tribunal -compuesto por cinco profesores de diversas especialidades más el director del Codarts-: el power point, los 45 minutos exactos de intervención, el violín afinado, e incluso las respuestas a la sospecha de alguna pregunta-lapa que tratase de dinamitar su investigación.

Encarnando la métáfora de su propia vida, el camaleón defendería que la verdad absoluta no existe como tal sino en forma de "tu" verdad, "mi" verdad, porciones caleidoscópicas de una realidad mucho mayor que nos trasciende. Ante un jurado de corte convencional, defendería que Mozart no es un Mozart absoluto sino que se interpreta de manera diferente dependiendo de qué orquesta se trate e incluso de qué director, concertino, tradición musical, sociedad o momento histórico; y lo que en Israel puntúa, a veces penaliza en Berlin.

Un camaleón ha de anclar su identidad de roca al fondo de sí mismo mientras se mimetiza con el entorno. La flexibilidad que hace posible este milagro proviene del largo entrenamiento en la selva donde la capacidad de adaptación significa la escueta diferencia entre la vida o la muerte.Igual le ocurre a un violinista que sin perder su música ha de integrarse por completo en la sonoridad orquestal.

El 29 de agosto de 2011, el intrépido violinista enroscó su poderosa cola a la rama del tronco familiar, sopló al oído de Kodaly un poco de coraje -Kodaly es el duende del violín-, e hizo una pirueta virtuosa que barrió del entrecejo del jurado su rigor de sepultura. Subido a la tarima, fluyendo con el texto que tantas horas de investigación le había costado, y entusiasmado con el resultado, el camaleón olvidó mimetizarse: en la despedida, salió del Codarts tan ufano en un brillante verde-menta que destacaba mucho sobre el tono del canal.

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