Como una intrépida gladiadora desoigo los síntomas de mi exhausta cuádriga: la espuma que anega el hocico de los caballos, la deshidratación de los riñones y el tembleque de sus patas tras décadas de servicio bajo el látigo de la voluntad.
La disciplina roza la soberbia de una diosa de barro al concebir la existencia ajena al trueque humano de cansancio por sobresfuerzo, desequilibrio por sobresfuerzo o lesiones por sobresfuerzo.
Cierto que el impío látigo ha llevado a la cuádriga a clamorosas victorias, y que su persistente zumbido (al margen de las leyes de la física y de la lógica) ha logrado loas, honores y dinero -idénticas recompensas a las otorgadas por Nerón-. Sin embargo, intuyo que en el fulgor del combate he obviado un detalle esencial: en su origen etrusco, los gladiadores formaban parte de un ritual de carácter religioso: ponían su fuerza, musculatura y disciplina al servicio de la trascendencia. ¿Acaso me ha cegado la vanidad del espectáculo en el que con el tiempo también se convirtieron las luchas entre los más valerosos gladiadores? No. La respuesta es no-no-no. Aún mantengo firme la dirección de la cuádriga y un férreo conjunto de valores. Ajusto la cincha a los caballos que beben agua en el abrevadero, me miran y preguntan: ¿hacia dónde vamos: combate, espectáculo o trascendencia?
Partimos juntos hacia el equilibrio,
único imperio al borde del rocoso declive.
Este post responde a un comentario de Koral (Zaragoza) en el blog.
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