La calle se llenó de sombreros, el sábado, mientras nevaba. El domingo el viento del sur se los llevó al monte Igeldo. El lunes, aterrizaron sobre la bahía como champiñones en un bosque de arena. Entre tanto algunos vieron fútbol, otros leyeron papers para hacer informes de estrategia, espiaron páginas webs y blogs norteamericanos, pasaron la aspiradora, recopilaron los tikects de gastos de la semana, limpiaron el garaje y el fondo del armario; los menos planificaron las vacaciones de Semana Santa, y por la tarde llamaron a Pitita (que no estaba en casa) a Ridruejo (ausente por enfermedad) y a la tía Topoña que pasa el invierno en Benidorm financiada por el Inserso.
Los políticos siguieron llenando las consultas de los psiquiatras, es decir, provocando entre la población civil una pandemia de tristeza. Ajenos al color de los sombreros, al monte Igeldo, a la bahía y sus champiñones de arena, siguieron con su carraca como si el mundo no estuviera cayéndose a pedazos. Los tiburones financieros del planeta continuaron poniéndose las botas en los paraísos fiscales, en las fundaciones fraudulentas y en las sastrerías de lujo.
Mi adicción a la lectura se está convirtiendo en una peligrosa droga de diseño. Ya me he pillado en fase de escapismo, es decir, atiborrándome de poesía sueca, o traduciendo textos en inglés. En los tres últimos años, leer artículos de fondo es someterse a una inmersión de pesimismo: los datos te voltean la cabeza a la derecha, a la izquierda, y te dejan noqueada al centro hasta que la nariz se hincha y estalla en un estornudo de protesta. No acabo de entender que no haya una revolución, un plante, una rebelión de sombreros, una manifestación de champiñones ¡algo! ¿Qué tiene que ocurrir para que reaccionemos?
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