Algunas tardes del verano no sofocan sentimientos que no son vainilla ni pistacho sino un churretoso cono de barquillo adherido a un corazón -ya viejo- que nunca ha sabido amar.
Nunca he sabido amar a quienes me importan porque no he querido silenciar riesgos o decir medias verdades. Y ¡claro! esas manías tienen un precio en forma de erupción volcánica que alcanza el horizonte emocional.
Después de dar un paseo en barco y de tomar algo en el náutico salimos a contemplar los peces desde la balconada cuando alguien (que prefiere permanecer el el anonimato) nos pidió posar para una fotografía y esta fue nuestra primera reacción.
La convivencia con adultos a quienes amas profundamente -y con quienes no vives el resto del año- comparte algunas exigencias con el mundo profesional donde también son necesarias: toneladas de paciencia, flexibilidad, resiliencia, imaginación y generosidad que no siempre estoy dispuesta (o puedo) dar a los demás, lo que me genera una amarga sensación de culpabilidad y me confronta con mis propios niveles de tolerancia y energía (limitada) y me obliga a elegir entre monte, compras, tenis, paseo en barco, ping pong, lectura, cocina, limpieza, natación... Ni aún abandonando mi adicción a la lectura de ensayos y periódicos me alcanza el día para tanta actividad.
Estos días -que cumplo sesenta- me acuerdo de mi amigo Chema quien afirma con sarcástica ironía que envejecer ¡es un deporte de riesgo! Pero... no solo en al ámbito profesional, sino también en cuestión de afectos...
No hay comentarios:
Publicar un comentario