No es porque acabo de disfrutar de una comida deliciosa. Tampoco porque la hemos regado con buen tinto ecológico (sin sulfitos). Sencillamente es que tengo ganas de reír y que la realidad muestra su cómico rostro en cada esquina. Si miramos.
Yo decido mirar, reírme y ser feliz. Ya saben, como una lombriz. Leyendo hoy a Carl Honoré en La lentitud como método me encuentro la joya de que el Vaticano no absuelve los pecados que se confiesan mediante aplicaciones del smartphone. El planteamiento es de risa... ¿no les parece? Tampoco computa como válido acudir a un funeral sin bajarse del coche ante un féretro encerrado en un escaparate. Creo que ya hemos llegado al paroxismo, a que la realidad supere la ficción.
Por si fuera poco, al mediodía me he encontrado en la calle con una mujer a la que llamaré Amaia. Ella venía cargada de hacer recados. Yo iba con mucha prisa. Las dos hemos frenado el tiempo para vivir nuestro aprecio mutuo. Y, de repente, un anciano ha elogiado con lascivia los pies de mi amiga. Nos hemos reído, momento en el que el octogenario ha aprovechado para contarnos su soltería, ciertas dificultades anatómicas y algunos comentarios de su médico de cabecera. Le hemos pedido que nos dejara tranquilas y se ha ido, pero antes ha vuelto a reiterar la belleza cierta de los pies de Amaia.
Casi todo depende del color con el que se mire, y desde luego la realidad me parece cada jornada más poliédrica, divertida y desafiante. Cuestión de mirada, que dirían en Palo Alto. Y de observación -me permito apostillar-. Posición de testigo... ¡Mientras hacemos! A fuego lento.
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